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Efecto Mandela: teorías paranormales en los tiempos de Donald Trump

Efecto Mandela: teorías paranormales en los tiempos de Donald Trump
Efecto Mandela: teorías paranormales en los tiempos de Donald Trump | Fuente: N+1

Cosas que damos como hechas pero que nunca ocurrieron o estuvieron en el lugar que pensamos que estaban. Todo sobre este fenómeno en la siguiente nota.

(Agencia N+1 / Juan Manuel Robles) Desde hace un tiempo se habla mucho en Internet del efecto Mandela. Si no lo conocen, no se preocupen: no es nada del otro mundo. ¿O sí? Todo empezó como en un sueño (sueño y vigilia, dimensiones paralelas, el fenómeno tiene de eso y más). Un día, la experta temas paranormales Fiona Broome se enteró de la noticia de la muerte de líder sudafricano Nelson Mandela. Le causó pena, como a todos. Pero para ella era distinto. Porque Broome estaba experimentando la muerte del líder sudafricano por segunda vez: por años, pensó que Mandela había muerto en prisión en los ochenta. En una conferencia, se dio cuenta de que otras personas creían lo mismo. ¿Cómo podía darse tal coincidencia?

Ese fue el comienzo de una reacción global, que no ha parado. El efecto Mandela describe aquello que ocurre cuando varias personas coinciden en recordar algo que los registros documentales históricos contradicen. Mandela es un mal ejemplo de efecto Mandela: si bien es cierto que Broom reportó su experiencia, yo no conozco a nadie que haya pensado que Mandela estuviera muerto antes del 2013. Pero qué tal este otro “mandela”: ¿Recuerdan la canción “We are de champions”, de Queen? Por supuesto que la recuerdan. ¿Recuerdan cómo termina?

Es posible que estén pensado “of the world”. Si esa es su respuesta, no necesito preguntarlo: apostaría a que están absolutamente seguros de ello. Sin embargo, cuando oímos la grabación original de Queen —aparecida en 1977 y también incluida en los Grandes Éxitos de 1981— nos encontraremos con una sorpresa. Háganlo, si quieren. Les pasará lo que les ocurrió a Julia Roberts y a George Clooney cuando la escucharon en el Carpool Karaoke de James Corden.

Ajá: ese “of the world” del final nunca estuvo allí.

Bienvenidos al mundo del efecto Mandela. En la red, circulan decenas de ejemplos. Uno de los más llamativos involucra a la escena más famosa de la saga Star Wars. Mucha gente jura recordar, perfectamente, que Darth Vader le dice al joven jedi: “Luke, I am your father” en plena pelea con sablazos láser. Pero nunca dice eso; en realidad, contesta a la acusación boba del engañado chiquillo, que lo acusa de matar a su viejo. “No, I am your father”, le replica. Este cambio, que algunos les puede parecer mínimo, se ha sumado a la paranoia mandeliana. Se habla también de mapamundis supuestamente alterados. Y hasta se comenta una película llamada Shazaam, sobre un genio que sale de una lámpara, que muchos estadounidenses juran haber visto en los noventa pero que no aparece en ningún archivo: su presunto protagonista, el comediante David Adkins, tuvo que salir a aclarar que la cinta nunca existió.

¿Qué está pasando? ¿Dónde se fueron las memorias de toda una generación? Para Fiona Broome, no hay dudas: si eres víctima del efecto Mandela, debes empezar a preguntarte si estás viviendo en una realidad alterna. El salto cuántico es una posibilidad. Más y más creyentes aparecen por todos lados.

Por supuesto, quien está inclinado a creer en el efecto Mandela como un fenómeno paranormal ha perdido la perspectiva: ignora cómo funciona la memoria y lo mucho que hemos descubierto sobre ella en el siglo XX.

Primero: la sensación de que un recuerdo es vívido —el famoso “me acuerdo perfectamente”— nos da confianza en la veracidad, pero eso no tiene que ver con la exactitud de ese recuerdo. Esto se ve claramente en las “memorias relámpago”, esos recuerdos que nos “graban” instantes colectivos con una nitidez que no parece gastarse. ¿Dónde estabas el 11 de septiembre del 2001? Todos los que tenemos cierta edad podemos dar una respuesta muy certera. Recordamos detalles mínimos de las circunstancias en que recibimos la noticia. Pero resulta que ese recuerdo, que te parece tan fiel, no lo es. Investigadores como Ulric Neisser y Jennifer Talarico han comparado los reportes del día siguiente del evento con los que se hacen tres años después. Los relatos difieren de una manera asombrosa. Quienes al principio recordaron haberse enterado por otra persona, en el nuevo relato están frente a la pantalla, viviendo el shock. Algunos refieren haber estado en restaurantes que en ese momento no existían. O visualizan pantallas en salones de clases donde no había televisores. Solo una cosa no varía: así pasen diez años, la persona cree que está recordando a perfección.

La sensación de fidelidad detallada tiene explicación en el carácter emocional del recuerdo: para neurocientíficos como Joseph LeDoux y Antonio Damasio, esto se debe a que este tipo de memorias forman conexiones con la amígala, una región que “fija” los eventos de alta significación emocional (la amígdala, modulador del miedo, interviene en diversas formas de trauma). La riqueza de detalles es ilusoria, una mezcla entre lo más evolucionado de nuestra imaginería cerebral y ese sistema primitivo que nos pone alertas para recordar en segundos aquello que nos causa horror o placer.

Por otro lado, la distorsión de las memorias, que desaparezcan de ella unos elementos y la invadan otros —como si se tratara de una imagen Photoshop—, se basa en un principio que la ciencia ha explicado bien: no solo es que los recuerdos se desfiguren con el tiempo, es que el propio acto de hacer memoria puede transformar un recuerdo. Ponernos a recordar abre una suerte de periodo ventana llamado “reconsolidación”, en el cual se forman nuevas conexiones neuronales. De hecho, los científicos saben que puede aprovecharse este momento —el momento de recordar— para dañar esas conexiones (esta ventana de oportunidad es la que se usa en los experimentos de borrado de memorias en ratones). Las fuentes de la distorsión son muchas, y podemos no ser conscientes de ellas: fotografías, imágenes que circulan. Pero también pueden ser narrativas: historias que le añaden algo al acontecimiento.

La psicóloga Elizabeth Loftus demostró hace 40 años que es posible implantar en una mente ajena un recuerdo falso: por ejemplo, un episodio en el que, siendo niño, te perdiste en un supermercado. Para hacerlo, Loftus solo necesitó decir que alguien de la familia del paciente le había contado la historia —y entreverarla con relatos verdaderos—. Experimentos similares han convencido a decenas de personas de que estuvieron alguna vez volando en un globo aerostático con papá y mamá (usando foto trucada). Psicología y neurociencia coinciden: el acto de recordar incorpora, quita, mezcla.

Esa es la razón por la cual, en ciertas webs turísticas donde aparece la Estatua de la Libertad, algunos señores recuerdan haber caminado en la antorcha —lamentando que ya no esté permitido—; y sin embargo, este espacio no está abierto al público desde 1916. Coincidentemente, una de las escenas más famosas del cine, de la película Sabotaje (1942), de Hitchcock, muestra a los protagonistas subidos en la antorcha, forcejeando (el villano cae al vacío). Los “recuerdos” de abducciones extraterrestres aparecidos en terapia en Estados Unidos, en los años ochenta, están relacionados con la exposición a filmes de ciencia ficción. Mezclar recuerdos reales, sus imágenes preservadas, con fotos recientes o secuencias de películas no es de mentes distraídas o frívolas. Es una forma muy humana de recordar. La película Shazaam —que muchos dicen recordar, como prueba del efecto Mandela— nunca existió. Pero sí hubo una que se llamó Kazaam, donde el basquetbolista Shaquille O’Neal personifica a un genio; un año antes, David Adkins —presunto protagonista de Shazaam— había aparecido disfrazado de genio con turbante en un especial televisivo.

Aun con estos elementos, los creyentes de en el efecto Mandela suelen preguntarse: ¿Cómo se explica que mucha gente comparta el mismo recuerdo falso? Enunciado así, suena alucinante. Pero es preciso tomar en cuenta que todos los casos de efecto Mandela constituyen una variación puntual en el acontecimiento. Una palabra de más. Una recombinación. Mucho antes de las neuroimágenes, los psicólogos concluyeron que la mente completa aquello que la memoria borronea. Incorpora lo que parece probable, esperable, lo que tiene sentido; lo que, narrativamente, encaja. Nuestra memoria hace una edición final de todas las cosas que nos importan. Incluso de los momentos que ya se han editado, como el pasaje de una película. Todos creemos conocer bien escenas clásicas, como aquella de Darth Vader y Luke. Pero al recordarlas, no somos para nada como aquel personaje de Cinema Paradiso que repetía de memoria los diálogos. Nos apropiamos de esos momentos, los aislamos, los preservamos en esencia que luego podremos comunicar a nuestros amigos. Y esa edición “Luke, I am your father” funciona mejor como unidad de sentido que la versión original, que contesta una pregunta. La edición mental, hecha de tanto recordar, y de oír a otros recordándola, es poderosa. Tanto así que incluso el actor que personificó a Vader, James Earl Jones, recuerda claramente haber dicho “Luke”.

En el caso de Queen, la línea final desaparecida de We are de champions dejó perplejo a George Clooney. En efecto, ninguna grabación de estudio contiene ese “of the world” al final. Pero sí está a la mitad de la canción, después de primera estrofa y eso genera, tal vez, una expectativa de repetición. Además, si uno ve el concierto en Wembley (véanlo antes de seguir, si quieren), notarán que la línea cierra el tema. Y no se trata de una versión menor. La imagen de Freddy Mercury ante la multitud es parte de nuestra memoria colectiva, entre otras cosas porque sabemos que en pocos años morirá. Su frase final es un cierre más perfecto. El recuerdo de la versión de estudio se funde con el otro. Es fascinante que al pensar en la grabación —aquel disco del escudo de la reina— podamos “oír” en nuestra mente algo que nunca estuvo. Pero no hay nada de paranormal: es la extraordinaria normalidad de cómo recordamos.

Somos máquinas de construir memorias confusas, recuerdos que se adaptan, que buscan la redondez para sobrevivir. Y por primera vez en la historia, estamos viviendo en una época en que es imposible recordar sin tener, al mismo tiempo, un montón de imágenes de interferencia. El efecto Mandela —es decir, que mucha gente esté dispuesta a creerlo— parece ser el primer síntoma de lo que ocurre con personas que han vivido toda su infancia y juventud con demasiada información, fotografías, escenas de películas. La realidad se vuelve traslúcida, dudosa. Si esta es la reacción hoy, habría que imaginar cómo será en unas décadas (en el futuro de quienes hoy son jóvenes). Es ya bastante asombroso que alguien a quien se le presenta el documento —un disco, un casete, un recorte de periódico— prefiera pensar que su memoria está en lo correcto y más bien que esos materiales están trucados (o que fueron manipulados por el programador de la Matrix). Pero hoy al menos tenemos a la mano esos materiales. En la era digital, los registros se pierden con más facilidad, nada de lo escrito va a ninguna parte, las canciones y las imágenes no son más que fugaces golpes de bits en un río continuo.

El efecto Mandela no demuestra una conspiración en marcha. Pero sí muestra que esa conspiración es más o menos realizable. Hace varios años, Nicholas Carr advirtió que la sobrecarga de información impedía las condiciones de atención necesarias para que nuestro cerebro formara memorias sólidas. Hoy es claro que hay tantas noticias que es difícil incluso saber cuáles son verdaderas y cuáles no. Y con tal cantidad de informaciones dudosas o falsas, aumenta la posibilidad de que nuestra memoria futura contenga recuerdos dudosos o falsos. Los relatos que nos bombardean se quedan, intervienen en la ventana de consolidación, no importa la valoración crítica que hagamos después. No es descabellado pensar que nuestra vejez estará llena de versiones contradictorias, líneas divergentes en la historia, universos paralelos.

Lo cual es perfecto para quien pretenda sembrar relatos, insertar recuerdos colectivos. No será necesaria tecnología sofisticada. Recientemente, la psicóloga canadiense Julia Shaw resumió una serie de avances en la manipulación de los recuerdos en el concepto de “hackeo” de memorias. En una época en el que miles de consumidores de contenido pueden dudar de la realidad solo por lo que dice una experta en fantasmas y temas paranormales, no falta mucho para que gobernantes y corporaciones puedan emprender el hackeo de los recuerdos colectivos. Convencernos de que en el pasado existió algo que en realidad no existió tiene ventajas: venderte chucherías como si fueran parte de tu historia personal, por ejemplo; crear circuitos paralelos de nostalgia, descubrir cosas que supuestamente “olvidaste” y ofrecértelas. Cuando la funcionaria de Donald Trump habla de “hechos alternativos” (alternative facts) en público, hay una cuota de cinismo. Pero también hay una lectura de los tiempos que corren. El que se descuide, acabará con los recuerdos cambiados. Y no tendrá cómo saberlo.

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