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Romper el hechizo de la posverdad

La posverdad resulta conveniente a los intereses de la corrupción y de la política mal entendida. Si los ciudadanos prestaran atención a la verdad de los hechos, serían libres de toda manipulación.

Muchos ignoran (acaso sea efecto de la rampante secularización), el origen evangélico y el sentido de la frase: “la verdad los hará libres”. Lo que dice este aserto es que exponerse a la verdad, podríamos decir, debería ser liberador. Y, sin embargo, de un tiempo a esta parte hablamos con frecuencia de la posverdad. Este fenómeno emergente, característico de nuestro tiempo, no es otra cosa que una verdad acomodada según los intereses que se persiguen; es la posibilidad de manipular o de dirigir la opinión pública. Los políticos son expertos en este arte y tal vez sea tiempo de hacérselos saber; de hacerles saber que hemos dejado atrás los tiempos de ingenuidad.

Según sabemos, el diccionario de Oxford declaró que la expresión post-truth era la palabra del año en el 2016. Como leemos en dicho diccionario (me permito hacer una paráfrasis del texto original en inglés): posverdad es un adjetivo que designa situaciones en las que las apelaciones a la emoción y a la creencia personal influyen más en la formación de la opinión pública que los hechos objetivos.

El adjetivo, pues, describe una tragedia porque se refiere a una realidad que se replica en casi todo el mundo: los hechos pierden su densidad y su capacidad para revelarnos algo que tenemos delante; el peso de nuestras decisiones parece totalmente en dependencia de la emotividad. De este modo tenemos un escenario público y en particular político que es el caldo de cultivo para que impere lo más disparatado que se pueda imaginar.

De un tiempo a esta parte hablamos con frecuencia de la posverdad.
De un tiempo a esta parte hablamos con frecuencia de la posverdad. | Fuente: Universidad Antonio Ruiz de Montoya

La política en el Perú parece condenada al ejercicio de la irracionalidad. Los procesos electorales se convierten en un desfile a través del cual el ciudadano escoge y vota por simpatías. No importa que los hechos muestren que tenemos delante a un xenófobo, un corrupto, un tramposo, un criollazo o un ladrón. Basta que tenga labia y que, por lo tanto, goce de simpatía. Eso explica que alcaldes que no hicieron absolutamente nada por su distrito hayan permanecido como tales hasta que la ley les impidió reelegirse o reaparecer en la escena pública reencauchados como si hubiéramos olvidados sus deudas sociales.

¿No podríamos romper el hechizo de la posverdad y revelarnos contra el mal hábito de dejar de lado los hechos? Lo único que se pide es mirar y recordar lo que ha pasado, nada más; no parece tan complicado. A este respecto, se me ha ocurrido comenzar aludiendo al dictumatribuido a Jesús, pero que podría haber dicho cualquier persona con dos dedos de frente: la verdad es liberadora; la verdad de los hechos. Es cierto que los hechos tienen que ser interpretados; que los hechos no dicen nada por sí mismos y por eso hasta hoy ha sido posible darles la espalda. Pero la verdad se construye en un esfuerzo compartido por todos y que consiste en aportar luces sobre las dimensiones ocultas de los hechos. Si así hacemos, entonces seremos libres y elegiremos independientes de la pura emotividad como hasta ahora ocurre.

NOTA: “Ni el Grupo RPP, ni sus directores, accionistas, representantes legales, gerentes y/o empleados serán responsables bajo ninguna circunstancia por las declaraciones, comentarios u opiniones vertidas en la presente columna, siendo el único responsable el autor de la misma.

Director de Investigación de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y docente principal de la Escuela de Filosofía de la misma universidad. Licenciado en Filosofía por la PUCP, magíster en Teología y Filosofía, y doctor en Filosofía por el Centre Sèvres - Facultés Jésuites de Paris. Es autor del libro "Creo, luego existo. Revelación y Religión en Levinas".

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