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¿Cuántas veces me tengo que perdonar?

Morgue File
Morgue File

Hay gente que prefiere seguir martirizándose a sí misma con el recuerdo de su pasado. Se confiesan mil veces de lo mismo y nunca quedan del todo tranquilas.

Ya lo sé. Ésta no es la pregunta de Pedro a Jesús.
Ésta es la pregunta que yo me tengo que hacer a mí mismo. En primer lugar, reconozco que las matemáticas no sirven en el amor y, por tanto, tampoco en el perdón a los demás.
Pero tampoco pueden servir en el perdón a uno mismo.
No es fácil perdonar a los demás. Esto lo sabemos todos.
Nuestro orgullo herido suele ser más grande que nuestra capacidad de amar.
Pero, ¿es fácil perdonarse uno a sí mismo?
En mi experiencia sacerdotal he notado cuánto cuesta perdonar a los demás.
Pero, también ha sentido cuánto nos cuesta perdonarnos a nosotros mismos.

Cuesta perdonar a los demás porque tenemos falta de amor suficiente.
Y cuesta perdonarnos porque tenemos poca confianza y creemos poco en el amor de Dios y de los demás.
Hay gente que prefiere seguir martirizándose a sí misma con el recuerdo de su pasado.
Se confiesan una y mil veces de lo mismo, y nunca quedan del todo tranquilas en su corazón. Siempre les queda esa duda de “si Dios me habrá perdonado”.

A veces dudo de si será por una especie de masoquismo espiritual o, más bien, porque, como nosotros no perdonamos de verdad, nos cuesta luego creer en el perdón de Dios.
Terminan viviendo en un verdadero martirio.
Cada cosa que les sale mal o cada desgracia que acontece en sus vidas, la atribuyen a una especie de enojo y castigo de Dios.
Como si Dios conservara en su corazón lo que un día nos perdonó.

Me gusta aquella anécdota que algún día escuché. Se trata de una vieja piadosa que se confesaba con el Obispo, porque creía que la absolución, a través del Obispo, era más segura que a través del curita metido en su caseta del perdón.
Un día le fue diciendo que Dios se le había aparecido  y le había hecho no sé qué revelaciones. Como es lógico, el Obispo no le dio mucha importancia a las revelaciones de la vieja. Pero ella insistía en sus revelaciones cada vez que se confesaba.
Un día, el Obispo, cansado de tanta revelación, le dijo: “Bueno, hija, si Dios tiene tanta confianza con usted y le cuenta tantas cosas secretas, ¿le podía preguntar cuáles fueron los pecados de mi juventud?
La vieja asintió. Cuando vino a confesarse la siguiente vez el Obispo le preguntó ¿qué le había dicho Dios? Ella muy tranquila le respondió: “Sí, Señor Obispo, le pregunté lo que usted me dijo, pero Dios me respondió que le disculpase, porque ya los había olvidado”.

Creo que necesitamos de muchas viejas visionarias que le pregunten a Dios por nuestros pecados perdonados. Y de seguro que las viejas no se van a enterar de ninguno de ellos, porque van a obtener la misma respuesta de Dios: “no los recuerdo, ya los he olvidado”.

Sin embargo, esto nos cuesta creerlo. Porque, aunque Dios nos los haya perdonado todos, nosotros seguimos creyendo que Dios no los ha borrado del todo y algo se guarda bajo la manga.
Y el problema no es que Dios no los haya olvidado.
El problema es que nosotros no creemos en un amor capaz de perdonar del todo.
Y por eso, como nosotros nos amamos tan poco a nosotros mismos, y como no creemos en el amor de Dios, tampoco nosotros terminamos de perdonarnos.

No es suficiente que los demás nos perdonen, si nosotros mismos no nos perdonamos.
No es suficiente que Dios nos perdone, si nosotros mismos no nos perdonamos.
El perdón de los demás tiene que estar acompañado del perdón de cada uno a sí mismo.
Mientras uno no sea capaz de perdonarse a sí mismo, el amor de Dios no puede ser percibido y experimentado. Y preferimos seguir sufriendo. Y nuestro pasado sigue hiriendo nuestra alma inútilmente.

Hay que saber perdonar. No siete veces. Sino siempre.
Pero tan importante como perdonar es dejarse perdonar.
Que dejarse perdonar no es una humillación.
Dejarse perdonar es dejarnos mojar por el rocío matinal  del amor.
Dejarse perdonar es dejarse amar.
Y en realidad, nuestro problema, creo está ahí. 
No nos dejamos amar. No creemos el amor.
Y así como tenemos que perdonar siempre a los demás, también tenemos que dejarnos perdonar siempre.
A Dios le cuesta lo mismo, perdonarnos una vez, que perdonarnos siempre.

Perdonemos siempre. Pero dejémonos perdonar también siempre.
Que si nuestro amor es capaz de perdonar siempre, mucho más capaz de perdonar es el amor de Dios que nos dice: “echaré tus pecados al fondo del mar”, “sepultaré tus pecados”, “echaré tus pecados a mi espalda”. O como dice el Salmo: “Dichoso a quien se le perdona su pecado y no se le imputa más su culpa”.
¿Cuántas veces me tengo que perdonar? Las mismas que Dios te perdona. Es decir, siempre.

Clemente Sobrado C.P.
www.iglesiaquecamina.com

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