Cuando se supo que la isla Guafo estaba a la venta por US$20 millones, indígenas, pescadores, conservacionistas, científicos y hasta algunos políticos pusieron el grito en el cielo. La controvertida noticia de que este pedazo de tierra deshabitado en el sur de Chile, utilizado ancestralmente por los indígenas huilliches para pescar y de exuberante biodiversidad, estaba siendo ofrecido en un portal inmobiliario en lugar de ser protegido, tal como ya lo venían recomendando desde hace unos años los científicos que trabajan allí, traspasó las fronteras y medios como la BBC y the Guardian abordaron la polémica.
Que la isla sea adquirida por un comprador que decida realizar allí actividades que perjudiquen la naturaleza casi intocada del lugar, como por ejemplo activar una concesión minera que allí existe para la explotación de carbón, no es una inquietud nueva para quienes intentan desde años proteger la isla. Guafo es privada desde hace décadas y eso nunca fue un secreto. Sin embargo, la publicación del anuncio vino a reforzar la idea de que la isla debe ser protegida cuanto antes, asegura Yacqueline Montecinos, encargada de Biodiversidad Marina de WWF Chile.
Las razones para hacerlo las tienen claras un grupo de científicos que desde hace 17 años trabaja en Guafo en extremas condiciones: aislado, durmiendo en tiendas de campaña, casi sin acceso al agua potable, usando letrinas y enfrentando violentos temporales. Esta es su historia.
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Una isla paradisiaca
En el Golfo del Corcovado, donde el océano pacífico divide a la isla grande de Chiloé con el continente, al sur del país, está Guafo.
Para llegar hasta esta isla es necesario navegar ocho horas y aunque a veces el Corcovado puede estar calmo, olas de hasta cinco metros de alto suelen sorprender a los navegantes. Llegar a Guafo no es fácil y su caprichosa geografía la ha mantenido a salvo, prácticamente aislada de la intervención humana.
Pero el aislamiento de Guafo no solo tiene que ver con lejanía y mal clima. Durante la última glaciación, hace unos 100 000 años, gran parte de Chiloé fue cubierta por los hielos, pero no pasó lo mismo en esta isla de 213 km2. Muchos de los animales, plantas e insectos se refugiaron allí y desde entonces se han mantenido por millones de años, evolucionando en un bosque que por milenios tampoco ha sido intervenido y que esconde una cantidad insospechada de especies de flora e insectos que nadie hasta ahora ha descubierto.
Todos los veranos, desde 2003, Guafo Island Science, un grupo de científicos conformado principalmente por veterinarios y biólogos marinos, llegan hasta Guafo para estudiar la población de lobo fino austral (Arctocephaus australis australis) que allí habita y que conforma la lobera reproductiva de esta especie más grande e importante en Chile.
El biólogo marino Héctor Pavés, uno de los fundadores de este grupo multidisciplinario de científicos, asegura que aunque la investigación se ha centrado en esta especie, la biodiversidad de Guafo es tan grande como desconocida. “Nosotros hemos trabajado principalmente en la orilla del mar porque somos biólogos marinos, pero lo que hemos caminado aprovechamos de recolectar muestras de anfibios, flora, y así fue como en la isla se encontró una nueva especie de ratón topo, es decir, de una especie de ratón que vive enterrado”, cuenta Pavés.
En el bosque de Guafo nidifican unas cuatro millones de parejas de fardelas negras (Puffinus griseus), la colonia más grande del mundo de esta ave marina que, según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, se encuentra Casi Amenazada. Pero esta no es la única ave en Guafo. También es posible ver fardelas de vientre blanco (Ardenna creatopus), petreles gigantes (Macronectes giganteus), distintas especies de albatros (Diomedeidae), rayaditos (Aphrastura spinicauda), yuncos de Magallanes (Pelecanoides magellani), golondrinas de mar (Oceanites oceanicus), pelícanos (Pelecanus thagus), cormoranes imperiales (Phalacrocorax atriceps), carancas (Chloephaga hybrida) y la lista sigue.
El bosque de Guafo, compuesto principalmente por olivillos (Aextoxicon punctatum) y coigües (Notophagus dombeyi), es la única fuente de agua dulce de la isla. “En Guafo no hay lagunas ni lagunillas”, cuenta Pavés, pero la densidad de árboles, líquenes y musgos logran generar el agua que corre por pequeñas vertientes alimentando la vida y nutriendo, en el borde costero, bancos naturales de erizos, almejas, locos y algas que recolectan los pescadores artesanales, pero también estrellas de mar, anémonas, jaibas, pulpos y un sinfín de peces pequeños que es posible ver cuando la marea baja.
Además, en Guafo habitan delfines australes (Lagenorhynchus australis) y nariz de botella (Tursiops truncatus), pingüinos magallánicos (Spheniscus magellanicus), elefantes y lobos marinos, orcas (Orcinus orca), chungungos (Lontra felina), cachalotes (Physeter macrocephalus) y “en el período estival -cuenta Pavés- es posible ver ballenas azules (Balaenoptera musculus) cruzando y también a ballenas jorobadas (Megaptera novaeangliae) con sus crías y ballenas franca (Eubalaena australis)”.
El Golfo del Corcovado es una de las áreas más importantes de alimentación para las ballenas azules y Jorobadas por lo que Guafo es paso casi obligado para estos animales. Prueba de ello es la ballenera que entre 1920 y mediados de los 60 funcionó en la isla y que tras el cierre de la industria quedó abandonada. Hoy solo quedan las ruinas y una animita (pequeño altar) al interior de una cueva donde los pescadores llevan flores para cuidar el descanso eterno de una bebé que, según cuentan, murió allí al poco tiempo de nacer, en tiempos de la ballenera.
Investigar en extremo
Cuando los investigadores comenzaron a ir a Guafo, en 2003 —y hasta 2007— fueron los años más difíciles. Las condiciones para hacer investigación eran precarias, “pero todo eso se compensaba con la interacción que uno lograba con los animales, con la posibilidad de ver en cada paso algo nuevo y paisajes idílicos”, recuerda Pavés.
Cada noviembre o diciembre, un grupo de entre cuatro y seis personas viajaba a Guafo junto con la Armada, aprovechando alguno de los viajes que ésta suele hacer para abastecer el faro de la isla.
Armaban campamento y se quedaban allí hasta marzo. No sabían nada del lobo fino austral y había mucha información que recolectar. ¿Cuándo se reproducía?, ¿cuántas crías tenía? Saberlo requería tiempo.
Desde 2007 en adelante, los viajes comenzaron a ser más cortos y actualmente se hacen entre enero y febrero. Pero de todas maneras “son muchos meses que hay que estar ahí, viviendo en una bodega donde ponemos las carpas, usando cocinillas a gas, con problemas para abastecernos de agua dulce, juntando agua de lluvia”, dice Pavés.
La bodega a la que se refiere el científico es un galpón en desuso que antes era utilizado para guardar los materiales que la Armada le llevaba a los fareros. Como el faro está en la cima de un cerro, a unos 200 metros, la logística para subir las cosas era lenta y podía tomar días por lo que los materiales se guardaban en ese galpón. Cuando la Armada comenzó a usar un helicóptero para abastecer al faro, la bodega ya no se utilizó más y los científicos arman allí ahora sus carpas. De esa manera se protegen de las fuertes lluvias, porque a veces “venía una tormenta y nos derribaba el campamento”, cuenta el biólogo.
Como la isla no tiene lagunas ni ríos, el agua dulce para beber y cocinar la recolectan de la lluvia y, en épocas de sequía, la obtienen de las pequeñas vertientes que la tupida vegetación del bosque genera. También los fareros les comparten agua, pero para lo que definitivamente no alcanza es para lavarse. “Nos bañamos en el mar”, cuenta el científico, y el baño es una letrina o silo que ellos mismos cavaron.
La Armada y los fareros han sido un apoyo importante para los científicos, sobre todo en los años en los que debían permanecer cuatro meses en Guafo. Pavés recuerda que “cuando venía un temporal y quedaba la escoba, nos ayudaban para poder seguir trabajando”, y que, además del agua, en ocasiones también les prestaban la cocina para hacer pan o preparar otras comidas que requerían de un horno.
Pasar navidad y año nuevo en Guafo fue así, en esos tiempos, un poco más fácil con la ayuda de los fareros a través de quienes también los científicos podían comunicarse con sus familias ante cualquier emergencia.
Ahora, con algunos recursos que han logrado conseguir, instalaron un generador eléctrico e incluso construyeron una sala para hacer los análisis de las muestras que antes hacían en el faro. Eso les ha permitido trabajar más rápido ya que cada visita a los fareros significa una agotadora caminata de 45 minutos, solo de ida, por un camino zigzagueante, al borde de un acantilado, no apto para personas con vértigo. Hoy, también hay un teléfono satelital y hasta un televisor en el campamento por lo que las condiciones, aunque siguen siendo limitadas, han ido mejorando, dice Pavés.
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La fauna amenazada
En todos estos años de investigación, los científicos han estudiado la salud de los lobos finos australes que habitan en la isla y de cómo el ser humano impacta en ella.
Estos animales son especies centinelas, asegura Diego Pérez, biólogo marino e investigador de Guafo Island Science, ya que “al detectar efectos negativos en ellas nos advierten de un problema que afecta también a las especies con las que conviven”, explica el científico. Además, agrega que los lobos son también una especie paraguas porque “al protegerlos a ellos, podemos resguardar a todas las especies con las que conviven”. Cuidar a los lobos finos permite así, en cierta medida, proteger a todas las demás especies de isla Guafo.
Lo que han encontrado los científicos es que “la población de lobo fino austral ingiere microplásticos de manera indirecta en su dieta, ya que sus presas estarían consumiendo plástico y así acumulándose en estos depredadores tope”, asegura Pérez.
Pero el cambio climático también está afectando la salud de estos animales, especialmente la de los cachorros.
El parásito anquilostoma (Uncinaria sp.) ha estado siempre presente en la población de lobos finos de Guafo y, según explica Pérez, funciona como un regulador del tamaño poblacional de esta colonia. Mientras más grande es el número de individuos que nacen por año, mayor es el número de muertes de cachorros provocadas por este parásito.
El problema es que los datos que han recopilado los científicos sugieren que el aumento de la temperatura superficial del mar afecta la disponibilidad de alimento para las hembras, lo que a su vez ha alterado sus costumbres alimenticias como, por ejemplo, los lugares donde comen y el tiempo que pasan buscando alimento. “Esto afectaría el tiempo que las madres pueden pasar con sus crías y la calidad de leche que les estarían entregando”, dice Pérez.
En definitiva, los cachorros podrían no recibir la alimentación óptima que les permita crecer y al mismo tiempo defenderse de la infección por el parásito, aumentando sus probabilidades de morir. “En palabras muy simplistas, el cambio climático causado por el ser humano podría ser capaz de afectar negativamente la efectividad del sistema inmune en cachorros de lobo fino austral y, por ende, su supervivencia”, dice el biólogo.
“Hemos hecho mucha investigación”, dice Pavés, pero sostiene que el problema está en que “se ha demorado mucho la conservación del lugar”.
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El largo camino para proteger Guafo
“La inquietud de proteger isla Guafo es mucho más antigua que la polémica de la venta”, dice Yacqueline Montecinos, la encargada de Biodiversidad Marina de WWF Chile.
En 2018, una asociación de 11 comunidades indígenas solicitó a la Subsecretaría de Pesca un Espacio Costero Marino de Pueblos Originarios (ECMPO). Dichos territorios marítimos son administrados por las comunidades indígenas que hayan podido demostrar usos ancestrales sobre ellos y, según Montesinos, esta sería la figura más apropiada para proteger Guafo ya que “es la isla la que es privada, pero no el mar”, precisa.
Son aproximadamente 400 pescadores indígenas y no indígenas los que llegan de Chiloé hasta Guafo, cuando el clima se los permite, para recolectar principalmente erizos (Loxechinus albus) y luga (Gigartina skottsbergii), un alga utilizada para la producción de cosméticos.
Recalan los botes unos al lado de los otros para protegerse del viento y las olas en caso de que el mar se vuelva bravo. “Son como verdaderos barrios flotantes”, describe Montecinos y “ahí pasamos la tarde conversando, como si estuviéramos en una pequeña ciudadela”, cuenta Marco Salas, presidente del Sindicato de Pescadores Artesanales de Quellón.
Salas no es indígena, pero los pescadores artesanales respaldan la solicitud de ECMPO y participan en las conversaciones, ya que también históricamente han hecho uso de este territorio y lo seguirán usando cuando la ECMPO sea aprobada.
“Si hay viento norte trabajaremos la parte sur. Si hay viento sur trabajaremos la parte norte. Si el tiempo está muy malo nadie va”, dice Salas. “Son temporadas que nos da la isla para que podamos trabajar”, agrega. La creación de ECMPO, asegura, les permitirá mantener la tradición en el tiempo y un territorio único que por ahora no tiene más protección que su propio aislamiento.
El artículo original fue publicado por Michelle Carrere en Mongabay Latam. Puedes revisarlo aquí.
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