En el espacio, siempre brilla el sol. De ahí surge la idea de desplegar enormes paneles solares en la órbita terrestre para abastecer de electricidad a la humanidad. Sin nubes que estorben, sin alternancia de días y noches: así se evita la intermitencia, uno de los principales inconvenientes de la energía solar en la Tierra.
En el espacio, siempre brilla el sol. De ahí surge la idea de desplegar enormes paneles solares en la órbita terrestre para abastecer de electricidad a la humanidad. Sin nubes que estorben, sin alternancia de días y noches: así se evita la intermitencia, uno de los principales inconvenientes de la energía solar en la Tierra.
Una central solar orbital de este tipo fue propuesta por primera vez en 1941 por Isaac Asimov en su relato Reason. Desde entonces, la idea ha ganado adeptos y se ha extendido. Es tan atractiva que en agosto de 2022 el director de la Agencia Espacial Europea aseguró que la estaban estudiando.
Por su parte, Londres afirma que quiere poner en órbita 30 gigavatios de paneles solares de aquí a 2045, mientras que Washington y Pekín también han anunciado que están trabajando para conseguirlo.
Pero ¿es tecnológicamente factible la idea de enviar centrales fotovoltaicas al espacio? Tal vez. Aunque, como veremos, no permite responder a la urgencia del desafío climático.
A pleno sol
La energía solar está disponible en grandes cantidades y distribuida por toda la superficie del globo, aunque hay zonas que reciben más. En Marruecos tienen 3 000 horas de sol al año. En Noruega, la mitad.
Además, esta energía genera pocos residuos, no emite gases de efecto invernadero durante la fase de producción de electricidad y pocos a lo largo de todo su ciclo de vida, en comparación con las fuentes fósiles.
No obstante, también tiene inconvenientes: los paneles solares requieren silicio y cobre y el Sol deja de brillar por la noche y cuando está nublado.
Pero en una central orbital, no hay noche ni nubes. Los paneles solares estarían en órbita geoestacionaria, a una altitud de 36 000 kilómetros. Pasarían menos del 1 % del tiempo a la sombra de la Tierra. Esto es mucho mejor que en órbita baja: la Estación Espacial Internacional, a 450 kilómetros de altura, atraviesa regularmente la sombra de la Tierra y pierde alrededor del 30 % de la energía solar.
¿Cómo enviamos la energía a la Tierra?
Para empezar, olvidémonos de la transmisión por cable. Un cable de esa longitud, aunque fuera factible, molestaría a los aviones y los satélites.
Aunque más atractivo, olvidemos también el láser. Incluso operando en el rango de longitudes de onda que permite la atmósfera (la “ventana atmosférica”), las interacciones del haz con las moléculas de aire (absorción y dispersión) dificultarían mucho la transmisión de energía, sobre todo cuando la humedad y la nubosidad son elevadas.
La opción más popular en este momento consiste en convertir la energía luminosa recogida en electricidad, que a su vez se transforma en un haz de microondas enviado hacia nuestro planeta. Este haz sería captado por la región de la superficie terrestre situada en la vertical, donde se volvería a convertir en electricidad.
Airbus anunció recientemente el éxito de un ensayo en tierra realizado en Múnich con la empresa Emrod: una antena emisora de 2 metros de diámetro que convertía una potencia inicial de 10 kilovatios en microondas de 5,8 gigahercios fue capaz de transferir 2 kilovatios a 36 metros de distancia.
¿Produciría más energía que una central tradicional?
El mero hecho de que las empresas estén probando el proceso sugiere que puede ser económicamente viable. Pero la física impone algunos límites, en términos de ganancia de energía, ocupación de espacio y ritmo de ejecución.
La primera ventaja sobre el papel es que un panel solar en órbita geoestacionaria siempre bien orientado hacia el Sol proporcionaría, según nuestros cálculos, unas tres veces más energía que su homólogo en una región muy expuesta a la luz, como el Sáhara. Esto puede parecer mucho, pero no es suficiente.
La doble conversión (de electricidad a microondas y luego de nuevo a electricidad) provoca necesariamente pérdidas: actualmente, perdemos la mitad de la potencia. Por tanto, la ganancia real, comparada con una central terrestre, no es de tres, sino sólo de 1,5.
¿Puede compensar esta cifra los inconvenientes (o incluso la imposibilidad) de intervenir para su mantenimiento, y el gasto de materiales, energía, capital y contaminación que supone su puesta en órbita?
¿Cuánto espacio ocuparía en la Tierra?
Segunda ventaja sobre el papel: se supone que la central orbital evita la monopolización y artificialización de la superficie terrestre, que puede utilizarse para muchas otras cosas (vivir, cultivar, preservar…).
En realidad, captar la energía enviada desde una central orbital, digamos unos cuantos gigavatios, requiere una superficie muy grande en la Tierra.
Un haz de microondas no es una línea recta delgada, ni un haz convergente, como a veces se representa. Es un cono divergente: punta fina al principio, base ancha al final.
Este fenómeno se denomina difracción. Un estudio de la NASA publicado en 1978 ya analizaba el caso de una central solar orbital capaz de suministrar 5 gigavatios de energía a Tierra a partir de 75 gigavatios de luz solar captada. Requería una antena emisora de 1 kilómetro de diámetro colocada en órbita y una antena receptora en tierra de 13 x 10 kilómetros (un poco más que la superficie de París), si la transmisión de energía se hacía con un haz de microondas con una frecuencia de 2,45 gigahercios.
El tamaño de la antena puede reducirse utilizando una gama de frecuencias más alta y todavía ser capaz de penetrar en la atmósfera, al menos mientras no esté demasiado húmeda. Una frecuencia de 100 gigahercios podría ser un buen objetivo: la antena en órbita tendría entonces 30 metros de diámetro, y estaría asociada a una zona de captación en el suelo de 3,6 kilómetros de diámetro (112 veces el diámetro de la antena), es decir, una superficie terrestre de unos 10 kilómetros cuadrados.
Compárese con el tamaño de las centrales solares terrestres más potentes: Bhadla, en la India, de 8 kilómetros de diámetro, o Benban, en Egipto, de 7 kilómetros de diámetro, tienen unas capacidades instaladas de 2,2 y 1,7 gigavatios, respectivamente. En otras palabras, la ganancia de espacio es decepcionante: su huella en la Tierra es del mismo orden que la de una central terrestre de potencia comparable.
Acciones urgentes
Por último, pensemos en la carrera contra el cambio climático. Tenemos que cerrar muchas centrales térmicas lo antes posible. Unos pocos gigavatios colocados en órbita dentro de diez o veinte años tienen poca importancia comparados con los 66 gigavatios de paneles instalados en tierra sólo en China en 2022.
Y, sobre todo, debemos reducir masivamente nuestro consumo total de energía de cara al decrecimiento imprescindible ante la actual crisis de la energía, los recursos y el medio ambiente. De hecho, la única energía completamente limpia es la que no se consume.
Este artículo se ha beneficiado de las conversaciones mantenidas con François Briens (economista e ingeniero de sistemas energéticos), Jean-Manuel Traimond (autor y conferenciante), Aurélien Ficot (formador e ingeniero medioambiental).
Emmanuelle Rio, Enseignante-chercheuse, Université Paris-Saclay; François Graner, Directeur de recherche CNRS, Université Paris Cité, and Roland Lehoucq, Chercheur en astrophysique, Commissariat à l’énergie atomique et aux énergies alternatives (CEA)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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