La cuestión es: ¿por qué se siente el dolor con más intensidad por la noche? ¿Qué tiene la ciencia que decir sobre esto?
Como dice la canción del musical Los Miserables, basado en la novela de Victor Hugo, “los tigres salen por la noche, con sus voces suaves como el trueno” (“But the tigers come at night, with their voices soft as thunder”). Miserables hemos sido todos alguna noche, cuando nos encontramos dando vueltas en la cama, mirando al techo por un dolor insoportable de espalda (o de muelas, de oído, de rodilla…). Estaba ahí durante el día, pero ahora no nos deja descansar y nos muerde como un tigre salvaje. La cuestión es: ¿por qué se siente el dolor con más intensidad por la noche? ¿Qué tiene la ciencia que decir sobre esto?
Empecemos por el principio: ¿qué es el dolor?
A todos nos ha dolido algo alguna vez –a muchos seguro que en este mismo momento–, por lo que no es un fenómeno extraño para nadie. Sin embargo, si tenemos que definirlo se comienza a complicar el asunto. Tras numerosas modificaciones a lo largo de los años, la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor (IASP, por sus siglas en inglés), acordó en 2020 acotarlo como “una experiencia sensorial y emocional desagradable asociada con, o similar a la asociada con, daño tisular real o potencial”.
Por tanto, el consenso actual es que es una experiencia de los sentidos, que tiene un componente emocional desagradable y se relaciona (o que recuerda) a la que se siente cuando hay algún daño físico.
¿Para qué sirve?
Tendemos a pensar en esta sensación como algo negativo, ya que, por definición, se trata de una experiencia desapacible. Pero el ser humano es una máquina compleja y bien engranada, que raramente tiene funciones que están ahí “porque sí”.
La finalidad del dolor reside en avisarnos de que algo va mal; es un mecanismo de supervivencia que ayuda a mantenernos a salvo de los peligros que pueden amenazar nuestra integridad física. Por poner un símil: se trata de un sistema de alarma que posee nuestro cerebro para decirnos que estamos en riesgo y que nos insta a ponernos a salvo. Y es desagradable para que sintamos la necesidad de evitarlo.
Sin embargo, no es una respuesta a un estímulo, tal como se pensaba en los tiempos de Descartes (por ejemplo: toco algo ardiendo y el dolor me salva de chamuscarme porque me hace retirar la mano). La concepción moderna lo entiende como un producto de nuestro cerebro: es este órgano quien nos dice dónde, cuánto y de qué manera nos duele.
Por supuesto, los estímulos externos (como el calor que comentábamos antes) envían una señal a los nervios periféricos que conectan con el cerebro. Luego, este la procesará y la convertirá en otra cosa: la llamada nocicepción. Pero eso solo es parte de la experiencia, ya que el concepto de dolor incluye nuestra interpretación cognitiva y emocional de esa nocicepción.
En definitiva, el dolor no siempre está directamente relacionado con la cantidad de estímulos dolorosos que estamos recibiendo, ya que puede percibirse en ausencia de ellos. Un ejemplo extremo es el fenómeno del miembro fantasma: hay personas cuyo cerebro está produciendo un dolor muy real en una parte del cuerpo que ha sido amputada.
La teoría de la puerta de control
Entonces, ¿por qué la sensación aumenta por la noche, cuando estamos a salvo en nuestra cama? ¿Cómo ayuda eso a la supervivencia?
La explicación tiene que ver con los sistemas de procesamiento de nuestro cerebro y con la ciencia de la percepción. Allá por los años 60, Roland Melzack y Patrick Wall propusieron su Gate Control Theory, en la que proponían que en la médula espinal hay una puerta que permite o no pasar a los estímulos dolorosos hacia el cerebro.
Dicho de otro modo: habrá ciertas cosas que hacen que se cierre la puerta y sintamos menos dolor y otras harán que se abra y que lo sintamos con mayor intensidad. Un ejemplo es el acto mecánico de frotarnos la piel si nos hemos dado un golpe: la sensación de fricción compite con la de dolor y se siente menos.
En el silencio de la noche, las voces de esos tigres se oyen más, de la misma manera que nos acordamos de alguna situación incómoda que experimentamos durante el día y habíamos casi olvidado. Allí solos, en la oscuridad, no hay nada que nos distraiga y ayude a cerrar la puerta: ni imágenes, ni sonidos, ni interacciones con otros.
El peor momento, a las 4 de la madrugada
Desde los años 60, nuevas teorías, nuevas técnicas y nuevos hallazgos han ido nutriendo la ciencia del dolor. Así, un estudio publicado en Brain el pasado mes de septiembre apunta también hacia los ritmos circadianos como un posible agente clave en el fenómeno de la acentuación nocturna.
Inès Daguet y sus colaboradores realizaron un novedoso estudio de laboratorio en el que descubrieron que el momento del día en el que más intensamente se percibe el dolor (inducido experimentalmente, en este caso) es a las 4 de la madrugada. Una posible explicación es la falta de sueño, ya que también está demostrada su influencia, pero en el modelo de Daguet, el peso de los ritmos circadianos fue mucho mayor. Estos cambios pueden estar relacionados con los niveles cíclicos de hormonas que tenemos durante el día, como el cortisol, relacionado con el sistema inmunológico y la inflamación, y la melatonina.
Pese a todo, no hay que olvidar que se trata de un estudio experimental, en un ambiente de laboratorio, donde los participantes no se encuentran en su entorno natural (durmiendo en su cama) y reciben estímulos dolorosos de forma artificial (mediante una máquina que induce calor).
Alertas a la amenaza de depredadores
Los investigadores Hadas Nahman-Averbuch y Cristopher D. King han publicado un comentario al anterior estudio donde señalan que desde una perspectiva evolutiva, somos más vulnerables a los depredadores por la noche, ya que es cuando dormimos. Por tanto, tiene sentido que una menor intensidad de los estímulos sea suficiente para despertarnos ante un peligro potencial.
En definitiva, aún hace falta más investigación para entender por qué sentimos más dolor por la noche, pero parece que nuestro cerebro sigue intentando protegernos de que los tigres (en este caso reales) nos puedan comer mientras dormimos.
Rocío de la Vega de Carranza, Investigadora Ramón y Cajal (Psicología), Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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