Este domingo 7 de agosto, Universitario cumple 98 años de pasión. El pueblo crema está de fiesta y, con él, Wilfredo y César, los protagonistas de esta nota.
“Mañana quiero mi plata, billete tras billete”, le dijo. Ni modo. Ya le tocaba perder. Eran quinientos dólares los que tenía que pagarle a Ricardo Gareca y, aunque la situación era complicada, él sabía que ese momento podía llegar, por lo que había ahorrado, por si acaso. Al día siguiente, temprano, fue al camarín para pagar su deuda. “‘Profe’, le traje”, comentó, tras saludarlo. “A ver, dame”, fue la respuesta. César sacó el dinero y estiró el brazo. Cuando alzó la mirada, se dio cuenta de que era una broma. “¡Anda para allá!”, le respondió el 'Tigre', riendo, mientras lo botaba del vestuario.
Después de los entrenamientos, el entonces director técnico de Universitario de Deportes lo llamaba para jugar fútbol tenis. Él, utilero del primer equipo, era muy bueno, así que aceptaba sin problemas. En la víspera de los partidos, esos encuentros pasaban de pura diversión a cosa seria: apostaban entre doscientos y quinientos dólares. “Su cábala era que yo tenía que ganarle. No es que se dejara, ah. Era bien picón, pero yo le ganaba, bien ganado. Pensaba que no me iba a pagar, pero me citaba en el camarín de ‘profes’ y me pagaba. Junté bastante”, recuerda, años después, ‘Zapatito’, como lo bautizaron cuando empezó su vínculo con el club.
Entre los 16 y 17 años, a la par del colegio, César Vega ayudaba a su padre en el trabajo. Alfonso, quien era zapatero, se encargaba de arreglar calzados, y su hijo le daba una mano vendiéndolos en la calle. Muchas de esas jornadas arrancaban en Parinacochas y terminaban en el estadio Lolo Fernández, a donde llegaba para ver entrenar a su equipo. Aunque era crema desde niño, su hinchaje se hizo mucho más fuerte gracias a un jugador que, con los años, se volvió su amigo.
“Me hice hincha del ‘León’ (Martín) Rodríguez. Yo iba al Lolo para verlo entrenar”, confiesa. Además de que en esos tiempos el acceso a las prácticas no era tan complicado, su ‘viejito’ era amigo y vecino de Víctor Rodríguez, utilero del primer equipo, por lo que no tuvo problemas para entrar y ayudar en lo que le pidieran. Aunque no recibía un sol a cambio, su presencia en las prácticas, por puro amor a los colores, empezó a ser cada vez más frecuente.
Cierto día, un vigilante -quien sería el autor de su apodo- vio que en su mochila había zapatos. “Trae más modelos, para que vendas acá a la gente”, le sugirió. El ‘Pocho’ Dulanto fue el primer jugador que le compró. “Los trabajadores también. ‘Ranilla’, ‘Pajita’, ‘Monito’, por ejemplo, me apoyaron en ese sentido porque sabían que el club no me pagaba y yo me ganaba la vida vendiendo zapatos. Los vendía a 30 soles. Ese terminó siendo mi gancho para entrar al club: vender zapatos. Yo iba como hincha, pero me quedé gracias a ‘Pajita’, que me pidió que lo apoye en utilería”, dice.
'Pajita' de acero
Cuando ‘Zapatito’ entró a la ‘U’, Wilfredo Cosco tenía ya 23 años en el club. Llegó a los 13, casi de casualidad. A los 14, el arquero Luis Rubiños lo empezaría a llamar ‘Pajita’, por su tan delgada contextura, pero en ese entonces todavía era Wilfredo, un joven que vivía en Breña y estudiaba en turno tarde. Por las mañanas, a escondidas de sus padres, iba al Lolo Fernández a ver los entrenamientos del equipo dirigido por Roberto Scarone. Por eso, el 15 de mayo de 1973, cuando el ayudante del utilero Víctor Rodríguez se ausentó, él estuvo. Siempre estuvo.
“No había remuneración, pero yo estaba feliz de la vida por estar con los ídolos de ese entonces: Héctor Chumpitaz, Luis Cruzado, Víctor Calatayud. A veces, el utilero me daba para mis pasajes, pero, en ese entonces, no me preocupaba mucho por eso. Yo era feliz de estar en el club de mis amores”, cuenta.
Desde su primer día hasta su primer sueldo, pasaron 14 años. Pero solo de amor no se vive. Por eso, hasta antes de entrar a planilla, ‘Pajita’ se las ingenió para subsistir. “Yo era hincha de la ‘U’ y no quería estar pidiendo ni molestando a la gente, a los dirigentes. En 1980, empecé a trabajar con juveniles, infantiles y el equipo de básquet, y empezaron a darme, semanalmente, recibos por movilidad. Eso me ayudaba”, recuerda.
Los jugadores también le daban una mano. A veces, a cambio de nada. Otras, por servicio de delivery. La señora Margarita -o Tía Margarita, como la llamaban- era la cocinera del Lolo Fernández. Lo fue durante cuatro décadas. Por las noches, en las concentraciones, les daba frutas a los miembros del plantel. Sin embargo, algunos llegaban sin cenar y quedaban con hambre. “Me mandaban a comprar pollo a la brasa a Alfonso Ugarte y, a cambio, me daban mi propina”, confiesa.
En 1987, tras un paso por las divisiones menores de la ‘U’, Percy Rojas tomó las riendas del primer equipo. Casi de inmediato, solicitó a la dirigencia que sea Wilfredo, en quien confiaba, el encargado de la utilería del plantel profesional. Gracias al ‘Trucha’, ‘Pajita’ fue por fin inscrito en la planilla del club y, ya con 27 años, empezó a recibir un salario de manera formal.
Zapatero a su zapato
‘Zapatito’ también tuvo que esperar para recibir un sueldo. En su caso, fueron cerca de 11 años los que se las ingenió para costearse el lugar en el que vivía, pues, ni bien cumplió 18, su padre lo obligó a dejar su casa en San Martín de Porres.
“Descubrió que me ‘tiraba la pera’ por ir a los entrenamientos en el Lolo. Me dijo que ya era demasiado. Se molestó. Ni bien fui mayor de edad, me puso un pare y me mandó a que me independice. La vi bien verde, porque me fui a vivir al Centro de Lima y no tenía sueldo. Ganaba por los zapatos que vendía y por la ropa que lavaba en las divisiones menores. Me alcanza para pagar mi alquiler y comida. Me fui a la de Dios, no tenía nada. A la ‘U’ iba de hincha, pero no tenía nada seguro”, reflexiona ahora, ya con un puesto fijo en el club de sus amores.
“Mi papá ni se imaginaba que yo iba a terminar en el club. En el año 2001 me ponen en recibos por honorarios y se alegró un montón. Ganaba muy poco, demasiado poco, ni el mínimo, pero a mí solo me importaba estar en la ‘U’, no tanto el tema económico. Ni siquiera hablé para que me pongan en planilla. Un amigo fue quien habló con el ingeniero García Pye. Estaba también el ‘profe’ Gareca. Por intermedio de él es que me pusieron en planilla”, cuenta.
Su sueño era ser contador. De hecho, durante algún tiempo, ya trabajando en Universitario, aprovechó las noches para estudiar en un instituto, pero, por distintos motivos, lo dejó a la mitad. De todas formas, siempre fue bueno con los números y organizando sus propias finanzas. Nunca sobró, pero tampoco faltó. Y hay cosas -por más cliché que suene- que el dinero no puede comprar, aunque no todos lo entiendan.
“Hace ocho años, más o menos, un amigo que tiene su empresa de metalurgia me ofreció ganar casi el doble de lo que gano en la ‘U’, pero no me fui. Lo pensé bastante, pero decidí que no porque lo que yo siento por la ‘U’ es demasiado, de verdad. Mi esposa me dijo ‘estás loco, todo para ti es la ‘U’, la ‘U’ y la ‘U’’. Pues sí. Mi vida es la ‘U’. Prácticamente mi primer y único trabajo lo tuve ahí”, dice.
A ‘Pajita’ no se le presentó la chance de dejar Universitario, pero jura que tampoco lo hubiera hecho. Llegó de muy chiquillo y está a un año de cumplir medio siglo en la institución. Ha vivido ahí 12 de los 26 campeonatos que tiene el club en 98 años de historia y también, con la ‘U’ en el pecho, le tocó superar el momento más difícil de su vida.
Era 1993, recuerda. Se jugaba el complemento de un partido suspendido ante Melgar. Poco antes de los minutos restantes, dejó a la madre de sus hijos mayores en un hospital del Centro de Lima, para una operación simple en la vesícula, y se fue rumbo al estadio. “Al rato llegó mi hermano y me avisó lo lamentable. La intervención se complicó y tuve la mala suerte de perderla. Fue un momento muy triste”, cuenta.
Ese tipo de heridas nunca sanan por completo, pero la vida es eso, buenos y malos ratos, y él, hace 49 años, decidió transitarlos con ese escudo que, orgulloso, porta a la altura del corazón. “La ‘U’ es mi vida. La ‘U’ es todo. Como decimos los hinchas: Dios, mi familia y la ‘U’”.
De niño, ‘Pajita’ soñaba con ser policía. Los recursos, sin embargo, no alcanzaban para cumplir ese objetivo. “No faltaba el pan de cada día, pero tampoco había para eso. Significaba gasto”, agrega. Pero, aunque no llevó cursos en la Escuela de Oficiales, lleva la disciplina como sello y es, en Universitario, el encargado de que todo marche en orden.
Su día empieza a las tres y treinta de la mañana. Tarda media hora en alistarse y, de inmediato, sale de Ventanilla rumbo a Campo Mar, donde suele entrenar el primer equipo crema. Llega poco después de las seis, al igual que el resto de sus compañeros, y empieza a alistar los uniformes para la práctica, con más de dos horas de anticipación, siempre en comunicación con el jefe de equipo y el cuerpo técnico. “Mientras Dios me dé salud y fuerza, pienso seguir trabajando”, dice hoy, con 61 años.
‘Zapatito’, por su parte, volvió hace un par de años a la Urbanización Ingeniería, en San Martín de Porres, de donde su papá lo sacó cuando cumplió dieciocho. Ahora, ya teniendo él sus propios hijos, pone la alarma a las cuatro y veinte para, veinticinco minutos después, enrumbar en bus a Lurín, donde permanece, por lo general, hasta las cuatro de la tarde. Ya no lo botan por ir a ver las prácticas. Muy por el contrario, en casa, su esposa y sus dos pequeños, Dorian Jesús y Rosa María, de once y cinco años, lo esperan para saber cómo le fue.
Universitario está de fiesta. Y ‘Pajita’ y ‘Zapatito’ también. Porque la ‘U’ es su gente, y su gente es ellos, dos hinchas que, por el amor a los colores, sacrificaron sueños, momentos y tiempo, de forma realmente desinteresada. Dos jovencitos que se volvieron adultos a un lado del campo, sin flashes ni entrevistas, sin fama ni autógrafos, sin afán de protagonismo ni egoísmo alguno. En tiempos en los que prima el bolsillo -y es totalmente entendible-, Wilfredo y César simbolizan el desprendimiento tan típico del hinchaje puro. Son, finalmente, dos trabajadores que actúan y acompañan en silencio. Dos cómplices que saben hacer favores y guardar secretos. Dos niños que se hicieron grandes sirviendo a su club. Y ya no tienen que hacerlo a escondidas.
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