Es el año 2000 y Vanessa se acaba de comprar una falda. Es la primera vez. Tiene 13 años y nunca se ha podido poner una. Se mira al espejo, pero no se ve bonita. Tenía cinco años cuando el atentado terrorista de la calle Tarata en Miraflores le arrebató la pierna izquierda, y desde entonces, uno de sus sueños siempre había sido usar esta prenda. Pero cuando estrena una, se ve al espejo y no le gusta.
“Sí, tienes razón, te ves mal”, le dice fríamente Gladys Carbajal, su madre, con quien estaba en julio de 1992 cerrando su puesto de venta de ropa, cuando explosionó el coche bomba. “Pero te ves mal porque tú no te amas y no te aceptas. Hasta que no lo hagas, nadie te va a prestar atención”, fueron sus palabras. Hoy, a sus 34 años, Vanessa lo recuerda clarísimo. A partir de ese momento su mamá le enseñó un ejercicio; todos los días se tenía que mirar al espejo y repetirse a sí misma ‘te quiero mucho’, ‘te amo’, ‘eres bonita’, ‘eres excelente persona’.
El bullying que sufrió durante su etapa escolar, los insultos y los apodos hirientes por utilizar una prótesis en la pierna no lograron quitarle las ganas de seguir estudiando. Vanessa vivía en Villa María del Triunfo y todos los días se iba al colegio en el turno de la mañana, luego viajaba a Miraflores, almorzaba y se quedaba hasta las 10 de la noche acompañando a su madre en el negocio. “No tenía tiempo para hacer las tareas, así que las hacía en el carro o en el mismo salón apenas la profesora las dejaba”, cuenta en una entrevista con RPP.
El atentado de Tarata sumió a su familia en una pobreza muy profunda, sin mercadería qué vender y Gladys, madre soltera con dos niños pequeños, tuvo que ingeniárselas para subsistir. “Conseguimos apoyo de la gente e incluso el alcalde Andrade nos ofreció una carreta nueva para trabajar. Mi mamá empezó a vender comida y lo que sea para ganar dinero”, recuerda Vanessa.
Una vez que Tarata fue reabierta, y pese al trauma vivido, volvieron a su puesto original. “Yo crecí en Tarata, toda la gente que vive allí me conoce, los cambistas, los ambulantes. Tarata es mi segundo hogar, nací, viví, crecí y maduré allí”, afirma Vanessa.
Estudiar a toda costa
Ella define a su madre como una ‘mujer corajuda’. “Ella era tan dura que amaba de una manera distinta. A donde iba dejaba huella”, dice. Tras el episodio que les tocó vivir, su madre movió cielo, mar y tierra para conseguir fondos y hacer que Vanessa continúe las terapias para volver a caminar. Al lograrlo, Vanessa se propuso otro objetivo: estudiar. Gladys, que sabía que la situación económica no era buena y que todo lo que conocía era trabajar, a veces miraba con escepticismo esta posibilidad.
“Cuando terminé el colegio dije ‘tengo que hacer algo’. Pensé en la universidad, pero dije no, eso es para chancones. Pensé en el instituto y dije no, no tengo plata”, refiere Vanessa. Hasta que decidió ahorrar; de los 20 soles que ganaba al día, separó 7.20 soles para costear el instituto y lo logró. Desde allí, sus días se alternaron entre estudios y el trabajo en el puesto con su madre, hasta que una de sus clases le llamó profundamente la atención: su profesor habló del crecimiento de las microempresas. Vanessa se dio cuenta de que era hora de formalizarse.
Gracias a su perseverancia logró abrir una tienda de accesorios de ropa en el Centro de Lima junto a su madre. “De la noche a la mañana pasamos de ser comerciantes ambulantes a ser microempresarias. Todo dio un giro y terminé siendo la administradora de esa tienda”, sostiene. Pero Vanessa no se conformó sólo con eso, había otro objetivo que quería lograr: ingresar a la universidad. Fiel a su estilo, no le contó nada a su mamá, se preparó por su cuenta y logró empezar a estudiar Ingeniería Económica.
Buscando su propio camino
Pese a que le dolía dejar de trabajar con su mamá, llegó un momento en el que Vanessa se dio cuenta de que tenía que abrir su propio camino. Es así como consiguió un trabajo en un banco y, en paralelo con la universidad, comenzó a ahorrar. Recuerda esos años con mucha gratitud ya que aprendió mucho con el trato diario que debía tener con los clientes.
Además, no dejó de estar en contacto con los comerciantes ambulantes. En su breve paso por una campaña municipal para postular como concejala a la alcaldía en el 2010 conoció muchas de sus historias y, debido a su experiencia, los comenzó a asesorar para formalizarse. “Les enseñé a personas que no estaban bancarizadas a bancarizarse. Allí me di cuenta de que no necesitaba ningún cargo para ayudarlos, solo me nacía conversar con ellos”, cuenta.
Durante esta experiencia y a lo largo de su vida ella conoció a muchas mujeres comerciantes. En el Perú, 7 de cada 10 mujeres que trabajan lo hacen de manera informal, según el INEI, y uno de los motivos más importantes se debe a que la informalidad permite una flexibilidad de horarios que otros trabajos no ofrecen. “El que haya más mujeres microempresarias e informales que prefieren autoempleo se da porque no conseguimos un trabajo donde podamos atender a nuestros hijos y hogares. Cuando una mujer se convierte en madre todo cambia”, comenta Vanessa.
Dentro de lo que ha podido ver en estos años, sostiene que, en el caso de los varones se suelen ver padres que trabajan para mantenerse a sí mismos y otros que trabajan para mantener a la familia. “En el caso de las mujeres comerciantes, casi el 100% son mamás que trabajan para mantener a su familia. Ese fue el caso de la mía, que no tuvo una pareja que le diera ese soporte”, agrega.
Amor propio para enfrentar las dificultades
Si bien, Vanessa ayudaba de vez en cuando a su mamá a gestionar los negocios que tenía, las cosas no fueron bien y tuvo que cerrar la tiendita en el Centro de Lima tras un alza en el precio del alquiler. La preocupación y el estrés ocasionado por este cierre hicieron que empeorara la diabetes emotiva que le diagnosticaron a Gladys dos meses después del atentado.
“Quiero un pollito a la brasa con una Inka Kola helada”, fue lo que dijo antes de entrar a su última operación. Vanessa recuerda la ocurrencia de su mamá con una sonrisa en el rostro. Al salir, su cuerpo rechazó la intervención y falleció en el 2015 a los 59 años. Los últimos recuerdos que tiene Vanessa de su madre son las caminatas y conversaciones a la medianoche, hora en la que ella regresaba de estudiar.
La enseñanza que le dejó desde que era adolescente es algo que Vanessa ahora lleva como un mantra. “Algo esencial que toda mujer debería tener para salir adelante y sobrellevar las dificultades es el amor propio. Te lo digo desde mi propia experiencia, antes yo me sentía el patito feo, pero una mujer que se ama a sí misma, que sabe lo que vale y que tiene el autoestima alta es capaz de romper estereotipos, romper murallas y lograr sus objetivos”, asegura.
Hoy Vanessa es ingeniera económica, está casada y tiene dos hijas pequeñas, una de seis años y otra de dos. Trabaja en el programa Parlamento Universitario dentro del Congreso de la República y busca fomentar la participación ciudadana. Sigue siendo una acérrima defensora de la paz y no pierde oportunidad para enseñar a los más jóvenes cómo se vivió el terrorismo en nuestro país. Pero ya no hace el ejercicio de mirarse al espejo todas las mañanas, sonreír y decirse lo mucho que se quiere. “Ya no lo hago porque ya lo sé”, dice. Su madre, esa mujer coraje que le dio grandes lecciones en vida, debe sonreír desde donde esté al ver que logró que su hija aprendiera lo que todas deben aprender desde pequeñas: a amarse a sí mismas.
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