Ocurrida hace más de un siglo, como parte de la Guerra del Pacífico, la batalla de Concepción es recordada cada año por el pueblo concepcionino como una muestra de su arrojo y valor.
El fervor con que los pobladores andinos ven la figura de Andrés Avelino Cáceres suele causar curiosidad en el visitante. No es raro que con cierta regularidad se recuerden las gestas —heroicas o no— en que la figura del viejo héroe de la Breña revive, junto a sus tropas, para luchar contra el invasor de las tierras del sur.
6 de julio de 2012
La Plaza de Armas de Concepción en una explanada llena de árboles y curiosos corredores, de más de 10 mil metros cuadrados. Hace exactamente 130 años, en la iglesia matriz de la ciudad (ubicada al este de la plaza), 77 soldados chilenos estaban acantonados y esperaban lo peor: sabían que una tropa peruana llegaría para acabar con ellos. Es de mañana y las autoridades lo han preparado todo para la escenificación. No es fácil dirigir a tantos actores: nada menos que 600, entre militares, comuneros y colegiales.
9 de julio de 1882
Por la mañana: Juan Gastó, con la orden de Cáceres sobre sus espaldas, ya tenía lista su tropa, un grupo de montoneros de escasa preparación y armas ridículas para la guerra —palos, piedras, herramientas de labranza, y entre todas ellas, algún fusil—, cuyo número real con el paso de los años iba a hacer imposible de identificar. Mientras los estudiosos peruanos calcularían en 55 (Jorge Basadre), los chilenos los sumarían hasta los 1.500 (Marcial Pinto Agüero).
6 de julio de 2012
A media tarde, los cientos de actores empiezan a llegar a la plaza de armas. Se quitan los bluejeans y zapatillas, que cambian por los uniformes pardos de yute que usaron los montoneros hace 130 años durante una guerra de la que muchos no regresarían.
Los montoneros se detuvieron en Lastay para tomar algunos acuerdos. Había opiniones contrarias. Finalmente decidieron atacar a las huestes chilenas. Partieron desde Comas y Andamarca. Tomaron los corredores de Leonioj y Matinchara y, sabedores del peligro cada vez más cercano, llegaron a las cercanías de la plaza, donde iniciaría la refriega.
Las tropas chilenas intentan inútilmente contener el empuje de los montoneros, y van perdiendo, palmo a palmo, el terreno de la plaza, hasta que, agotados, deben refugiarse en la iglesia.
Miles de pobladores observan. Para ellos ver vencer a los lejanos compatriotas les da satisfacción, y ven nacer, muy en el fondo, un extraño sentimiento de solidaridad, de orgullo y amor por aquel país que los vio nacer.
El ataque debía ser rápido, pero era difícil: el enemigo estaba refugiado en tierra sagrada. Los montoneros lo iban a pensar detenidamente antes de adentrarse en la iglesia matriz y matar. El coronel Luque acepta la rendición chilena, pero no sabe que es una trampa, por cuya causa muchos guerrilleros dejarán la vida. Bajada la guardia, serán atacados por las tropas invasoras. Reiniciada la refriega, cae por fin la pared lateral del bastión chileno, y de pronto, los guerrilleros, fortalecidos, acaban con sus enemigos.
Ya anochece, la escenificación ha terminado. Los actores vuelven a vestir sus ropas. Los cadáveres desperdigados por la plaza reviven y, pese a los uniformes chilenos, caminan, entre risas, con los montoneros. Las guerras, aun las escenificadas, resaltan el horror. Pero al terminar, ya en tiempos de paz, las cosas pueden regresar a su estado natural. Esa suele ser su mejor enseñanza.
Por: Juan Carlos Suárez
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