Zacarías Huaroco, de 65 años, no olvida la primera vez que conoció un árbol de cedro. Tenía siete años de edad y fue una de las primeras veces en la que su padre Delfín le permitió que lo siga por las colinas de un territorio habitado por los ashéninkas, la misma etnia a la que pertenecen él y toda su familia. Recuerda que los cedros, a su corta edad, lucían como árboles interminables, que se imponían en medio del bosque espeso de esta zona de la provincia de Atalaya, en Ucayali. Cuarenta años más tarde, esas tierras de la Amazonía de Perú se convertirían en la Reserva Comunal El Sira.
Cuando la reserva estaba a punto de ser creada, hace poco más de 20 años, “los madereros ya habían arrasado con gran parte del bosque, habían entrado con máquinas que ahuyentaron a los animales”, cuenta Huaroco, líder ashéninka de la Comunidad Nativa de Catoteni. Por eso la caminata que emprendió con su hijo para mostrarle los mismos árboles que vio de pequeño les tomó mucho más tiempo.
Zacaría Huaroco cuenta que lo más triste de todo fue descubrir que quizás sus nietos no llegarían a conocer uno de esos árboles magistrales. “¿Qué otros árboles o animales seguirán desapareciendo si no hacemos algo al respecto?”, se pregunta el líder ashéninka.
La historia de Huaroco es también la de Catoteni, una de las 69 comunidades indígenas que se encuentran alrededor de la Reserva Comunal El Sira. En Catoteni, ubicada al sur del área protegida, en la provincia de Atalaya, cerca de 100 familias luchan contra la tala ilegal de los pocos árboles que quedan en pie como la moena (Aniba amazonica), la capirona (Calycophyllum spruceanum) y hasta el shihuahuaco (Dipteryx micrantha), especies que sufren una alta presión por la deforestación. De hecho, los habitantes de esta comunidad han evitado que en sus tierras se expandan los cultivos ilegales de hoja de coca. Ellos se han convertido en una barrera contra la ilegalidad que los acecha. La historia de Catoteni se resume entonces en una palabra: resistencia.
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Una provincia presionada por el narcotráfico
Al ver el mapa de deforestación de los últimos once años en la región Ucayali aparecen dos grandes territorios devastados: uno en el norte, en la provincia de Padre Abad, y el otra en la provincia de Atalaya, justo alrededor de la Reserva Comunal El Sira. La presión es tal en Padre Abad que el último ataque a un defensor indígena sucedió ahí este último fin de semana: el comunero cacataibo Merino Odicio, quien patrulla su comunidad, en Mariscal Cáceres, para frenar el posible ingreso de cocaleros a su territorio, fue gravemente herido.
La lucha de Catoteni sucede en la provincia de Atalaya, la que concentra la mayor cantidad de comunidades indígenas de la región, tanto tituladas como en espera de titulación; donde en los últimos dos años se han registrado la mayoría de pistas ilegales para el narcotráfico y la que ocupa el segundo lugar en deforestación en Ucayali.
En Atalaya, la pérdida de bosque desde el 2001 hasta el 2017 ha sido de más de 74 mil hectáreas, como señala la Estrategia Regional de Cambio Climático en Ucayali, realizado por el gobierno regional. Los testimonios recogidos por Mongabay Latam en Atalaya señalan que el pico de deforestación creció desde 2011, cuando se terminó de construir la carretera Puerto Ocopa (Junín)-Atalaya (Ucayali).
Atalaya está conformada por cuatro distritos: Tahuanía, Yurua, Sepahua y Raymondi. En Tahuania y Raymondi es donde se encuentran las comunidades ubicadas en la zona de amortiguamiento de El Sira y es en Raymondi donde se ubica Catoteni. Son esos dos los distritos donde Raúl Huaroc, fiscal provincial de la Fiscalía Especializada en Materia Ambiental (FEMA) de Atalaya, señala que se concentran la mayor cantidad de denuncias que ha recibido en los últimos dos años.
“El problema comienza con la extracción de la madera. Una vez que se sacan los árboles importantes, se habilitan los espacios para el sembrío de cultivos ilegales”, comenta Huaroc a Mongabay Latam. Estas dos actividades ilícitas son los principales delitos que suceden dentro de las comunidades indígenas de Atalaya, según refiere el fiscal. Pero en Raymondí el mayor problema es la tala ilegal, mientras que en Tahuania se concentran los casos de denuncias de cultivos como la hoja de coca para el narcotráfico.
La evidencia de narcotráfico en la provincia radica en las denuncias que recibe la FEMA Atalaya, los testimonios de los pobladores en la provincia y los estudios realizados por el Servicio Nacional de Áreas Naturales Protegidas por el Estado (Sernanp) sobre las amenazas alrededor del área protegida de El Sira. Aunque la prueba más reciente ha sido publicada este mes por el mismo Gobierno Regional de Ucayali: la detección de 54 pistas clandestinas utilizadas para el narcotráfico, entre 2020 y 2021, en la región.
Según este análisis, 31 de las 54 pistas están en Atalaya. Si hablamos solo de las nueve nuevas pistas encontradas en Ucayali este año, cuatro están ubicadas en esta provincia. Además, 10 de las 31 pistas en Atalaya se ubican dentro de ocho comunidades nativas: cinco de la etnia asháninka, dos ashéninkas y una amahuaca. Tanto Raymondi, Tahuanía como Sepahua tienen presencia de pistas. Solo en el distrito de Yurua aún no han sido detectadas.
El fiscal Huaroc precisa que frente a estos indicios, su despacho ha comunicado al Proyecto Especial de Control y Reducción del Cultivo de Coca (CORAH) sobre la importancia de erradicar los cultivos ilegales en este espacio. “Sabemos que este año están priorizando Junín, seguramente para el 2022 entrarán a esta zona de Ucayali. Hasta que eso suceda, se siguen deforestando diariamente más hectáreas para este delito”, agrega.
Mientras tanto, el fiscal de la FEMA Atalaya sigue recibiendo cada vez más denuncias y estas se han disparado tras la pandemia. “Hasta el año pasado recibimos 66 casos para investigar, donde estaban involucradas entre seis a siete personas en el delito. En este año, hasta la fecha ya tenemos 75 denuncias recibidas”, enfatiza Huaroc con preocupación. La situación se agrava porque cada denuncia, ahora, involucra a entre 20 y 25 personas.
En medio de las investigaciones de la FEMA Atalaya, Huaroc comenta que se han encontrado dos casos de organización criminal vinculados a la tala ilegal. Para Huaroc, el problema de la extracción ilegal de madera podría empezar a resolverse con el fortalecimiento de los puestos de control a lo largo de los ríos principales como el Ucayali. “Pero para ello necesitamos logística. Se deben hacer operativos continuos junto con la Marina de Guerra, por ejemplo, en el puesto de control 9 de Octubre de la Sede operativa forestal y de fauna silvestre Atalaya. Si controlamos el río, no habría tala”, comenta el fiscal.
Pese a todos estos problemas, el área protegida más importante de esta provincia, El Sira, mantiene un estado de conservación al cien por ciento, según el Sernanp. Destaca sobre todo el sector al que pertenece Catoteni. La respuesta a esta preservación parece estar en las comunidades indígenas.
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Los ashéninkas que siguen resguardando el bosque
Las comunidades indígenas de Atalaya, al sur de Ucayali, guardan un pasado doloroso. Según Pedro García Hierro, abogado especializado en la defensa de pueblos indígenas, hasta fines de los años ochenta los ashéninkas de Atalaya vivían en un sistema de esclavitud, “bajo el mando de patrones madereros”. Esto fue constatado en 1988 por una comisión multisectorial de los ministerios de Trabajo, Justicia y Agricultura que reveló cómo pobladores de este pueblo indígena trabajaban como peones en fundos dedicados a la extracción de madera e incluso como sirvientes a cambio de un pago mínimo o a veces inexistente. Eran los rezagos de la violenta época del caucho que había sucedido varias décadas atrás.
Poco antes de estas revelaciones, Catoteni había alcanzado cierta autonomía sobre su territorio. Pudo obtener su titulación en 1986, a través de la Ley de Comunidades Nativas, con un área actual de 6804 hectáreas. Sin embargo, esas demarcaciones limítrofes de su espacio no fueron suficientes para evitar que los madereros siguieran entrando ilegalmente a sus tierras a sacar los últimos cedros que quedaban.
Con cerca de 80 años, Juan Coronado Cachique es uno de los comuneros más antiguos de Catoteni. En su memoria permanece el recuerdo de los engaños y lo que debía trabajar si quería sobrevivir. “Antiguamente no sabíamos ni siquiera qué era una hectárea. Nos amenazaban constantemente, pero no sabíamos qué era una amenaza”, cuenta. “Ahora sí ya vamos despertando, sobre todo gracias a los jóvenes que ya tienen experiencia, tienen educación. Ya saben qué es una hectárea. Ya podemos defendernos”, explica Coronado.
El apu Zacarías Huaroco cuenta que, cuando aún era un niño, los ciervos y las sachavacas cruzaban la quebrada de Chitani, que atraviesa la comunidad. “El río estaba lleno de peces grandes, salían en gran cantidad”. Esos recuerdos se los contaba a sus seis hijos en los años noventa y ya parecían un sueño en ese momento. “Me preguntaban si era verdad esa abundancia. Les decía lo mismo que les digo a los comuneros ahora: que sí. Pero el humano se ha encargado de matarlos”, narra el líder ashéninka.
Zacarías Huaroco repite constantemente que su responsabilidad es grande por vivir en “el pulmón del mundo”. Esa condición está en peligro con las invasiones que tanto el jefe de Catoteni como los pobladores denuncian. Los antiguos “patrones” de la madera se han transformado en madereros que hacen tratos con algunos pobladores indígenas —en muchos casos sin consentimiento de la comunidad en la zona del Gran Pajonal, al sur de la Reserva Comunal El Sira, e ingresan para llevar la madera que queda.
Pese a la vigilancia constante de toda la comunidad, se han visto afectados por estas actividades. “A veces vemos que ingresan empresas de Satipo (Junín) y sacan madera”, dice Huaroco. El apu señala que esto sucede sobre todo en comunidades aledañas a sus territorios, pero que en algunos recorridos de vigilancia han observado que se están asentando colonos para talar el bosque y hacer chacras de cultivo. Mongabay Latam recogió testimonios en la zona que indican que entre los sembríos que están introduciendo los invasores hay cultivos ilegales de hoja de coca.
En Catoteni se han perdido 400 hectáreas de bosque entre 2010 y 2020, un 5.88 % del total de su área titulada, un porcentaje pequeño si se compara con el de otras comunidades en Ucayali. Su tasa de deforestación se mantuvo baja, con un promedio de 40 hectáreas deforestadas anuales hasta 2019, pero en 2020 creció a 64 hectáreas. Comparado con el resto de la provincia de Atalaya, Catoteni sigue siendo un ejemplo de resistencia frente a la tala ilegal y el narcotráfico.
“Durante la pandemia llegaron hasta el ingreso de nuestra comunidad para intentar convencernos de sembrar coca, ya que nos habíamos quedado sin mercados para nuestro principal sustento, el café”, cuenta un poblador, cuyo nombre no revelamos por seguridad. Esta no era la primera vez que sucedía. “Les pedimos que se retiren de nuestra comunidad”, dice. Para él está claro que si ellos no se cuidaban, nadie los podría cuidar.
“Es que nosotros que hemos vivido mucho tiempo aquí, imagínense lo que sería meternos a esos tipos de trabajo. Estaríamos en manos de las autoridades y eso no queremos. Queremos que nos dejen vivir como siempre lo hemos hecho”, dice Zacarías Huaroco. Vivir en Atalaya y ser presidente de EcoSira —organización que agrupa a 69 comunidades indígenas de Ucayali, Huánuco y Pasco ubicadas en la zona de amortiguamiento de la reserva que cogestiona la reserva—, lo han expuesto a amenazas. Y no es el único.
El secretario en EcoSira, Mario López, fue asesinado el 28 de junio de este año en circunstancias que aún no se esclarecen en la comunidad de Shirarine, en Puerto Bermúdez, Pasco. Alrededor de esos territorios indígenas en Pasco, los cultivos ilegales de coca se han incrementado. “Se necesita conocer por qué murió. Hemos perdido un líder indígena más”, dice el apu. Y aunque resalta que él no ha recibido amenazas, sabe que el peligro ronda.
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El escudo de El Sira
Catoteni no es el único ejemplo de resistencia. En las más de 616 mil hectáreas de la Reserva Comunal El Sira habitan especies emblemáticas peruanas tan importantes como el oso de anteojos (Tremarctos ornatus), el mono choro (Lagothrix lagotricha), la tangara del Sira (Stilpnia phillipsi) y el imponente jaguar (Panthera onca). En total, El Sira alberga más de mil especies de árboles, otros 400 tipos de aves y 143 especies de mamíferos. Se extiende sobre las regiones de Huánuco, Pasco y Ucayali, lo que permite que cuente con bosques montañosos húmedos y nubosos, sectores de colinas escarpadas y pajonales.
Sin embargo, también registra una abundancia de delitos a su alrededor. Según el Sernanp, los más graves son el crecimiento de cultivos ilícitos, la tala ilegal selectiva e incluso la minería informal e ilegal en las laderas del Sira. El último estudio de DEVIDA de 2020 señala que en la zona de amortiguamiento de El Sira se registró un crecimiento de 230 a 357 hectáreas de cultivos de hojas de coca. Además, el fiscal Huaroc comenta que en 2019 se denunció la construcción de un camino forestal en la comunidad Fernando Stahl, colindante a la reserva.
Kary Ríos, jefa de la reserva, señala que en comunidades como Catoteni se puede observar claramente la importancia del trabajo conjunto entre las poblaciones indígenas y el área protegida. “La mitad del trabajo de conservación del área depende de la organización entre las comunidades ubicadas en la zona de amortiguamiento para salvaguardar el bosque”, añade. En el caso de las reservas comunales, se configura una figura de cogestión entre estos pueblos y el Estado. Es así como el trabajo de Eco Sira es clave para el buen funcionamiento del área.
Los pueblos indígenas como una pieza fundamental para la gobernanza de los bosques ha sido subrayado recientemente en un informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). En este documento se señala, entre los factores culturales y las políticas de incentivos forestales, la importancia del reconocimiento de los derechos territoriales colectivos, como la seguridad jurídica. “El reconocimiento formal ayuda a evitar la entrada de grupos externos que destruyen sus bosques”, se indica en el documento.
Kary Ríos enfatiza la necesidad de una mejor coordinación de las entidades del Estado para proteger a estos pueblos y a sus habitantes. “Son los pueblos indígenas los que viven en ese espacio, quienes tienen una mayor vulnerabilidad y tenemos que acompañar la gestión de su territorio desde distintos ámbitos”, menciona. El Sira es el hogar de cinco pueblos indígenas: shipibo-conibo, kukama kukamiria cocamilla, asháninka, ashéninka y yanesha.
Para apoyar en este fortalecimiento de las comunidades, la cogestión de la Reserva Comunal el SIRA, mediante el proyecto Amazonía Resiliente Sernanp-PNUD, ha firmado ocho acuerdos de conservación con comunidades indígenas de Eco Sira desde 2019. Una de ellas ha sido Catoteni. Ríos comenta que, además de trabajar con ellos aspectos de vigilancia, se ha buscado dar fuerza a la cadena de valor del café, el producto insignia de ese sector de Atalaya. “Hemos trabajado para que tengan un café de calidad y ha logrado destacar como uno de los principales en la región”, detalla la jefa de El Sira.
“El café es el único producto que nos da vida”, dice Zacarías Huaroco de manera enérgica. Mientras que María Ccacha, presidenta de la Asociación de Caficultores de Catoteni y Shengari, destaca que necesitan solucionar el problema que tienen con los intermediarios. “A veces nos engañan y no nos compran a un precio justo. Por eso necesitamos tener relación directa con los mercados”, cuenta.
Para Catoteni, el proyecto de Amazonía Resiliente acaba este 2021. Sin embargo, desde el mismo proyecto desarrollado por Sernanp y PNUD se trabaja para que planes como el del Programa de Inversión Forestal (FIP) en Atalaya —implementado por el Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco Mundial— priorice a las comunidades asentadas en la zona de amortiguamiento de El Sira.
Más allá de los proyectos que vienen, a Zacarías Huaroco aún le preocupa la creciente presencia de foráneos que se acercan a la reserva. La jefa del área protegida, Kary Ríos, ya tiene información sobre esta potencial amenaza. Mientras tanto, Catoteni no baja la guardia ni cede a los pedidos de entrar a su territorio a extender la deforestación. “¿De qué nos sirve tantos años cuidado y que después vengan a desorganizarnos? Eso nosotros no lo vamos a permitir”, señala. Por ahora, la lucha ha sido pacífica. Pero el líder ashéninka sabe que, con el futuro de sus nietos en juego, no dudarán en defender su territorio y a la reserva.
El artículo original fue publicado porDouglas Tangoa en Mongabay Latam.Puedes revisarlo aquí.
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