Ricardo Gareca, pensante, pero revolucionario, llegó a la Selección Peruana para ayudarnos a alzar la voz y, de paso, para lograr un sueño propio y ajeno: clasificar a un Mundial.
Tenía el cabello rubio, largo y lacio, y un cerquillo que le cubría las cejas. Era blanco, delgado y muy alto. Parecía cantante de rock, al mismo estilo de Bon Jovi, Rod Steward, Steven Tyler o algún otro personaje de esas bandas que, ya entonces, llenaban estadios. Él, fanático de todos ellos, también los llenaba, pero no con un micrófono en la mano, sino con una pelota en los pies. Y el público, como si de un concierto se tratase, coreaba su nombre. Inicialmente, para pedirle que no se vaya del club. Poco después, en 1984, para desearle la muerte.
“Gareca tiene cáncer, Gareca se tiene que morir”, era el cántico de la barra de Boca Juniors al delantero de 24 años que, como buen rockero, se caracterizaba por ser enérgico, revolucionario y respondón. No en vano, ese mismo año, recibió una suspensión de 19 fechas en total (primero ocho y luego 11), por insultar al juez principal. En primera instancia pudo ser más, pero Abel Gnecco no detalló en el informe arbitral que, en ese Boca vs. Estudiantes, el ‘Tigre’ se mandó un pique de 20 metros para reclamarle airadamente por la expulsión de un compañero. Como consecuencia, lo echó también y él, con un manotazo, hizo volar la tarjeta roja.
Aunque de las tribunas locales cayeron proyectiles, el atacante se retiró del campo del ‘Rojo’ besando el escudo del club del que era referente. Luego le desearían la muerte, pero por ese entonces todavía era muy querido por el hincha boquense. Y no era para menos. Estaba totalmente identificado con el club xeneize. Llegó de muy chico, gracias a una travesura de Don Alberto. Su padre, obrero de fábrica, sabía que su hijo jugaba bajo los tres palos en Juvencia, pero se escapaba del trabajo por las tardes y lo espiaba en un potrero que quedaba a la vuelta, donde se desempeñaba como volante. Por eso, a escondidas, lo inscribió en unas pruebas para las divisiones menores de Boca, pero no como arquero, sino como ‘10’.
Ricardo fue uno de ellos elegidos. Dos buses y una caminata de seis cuadras se volvieron su trayecto habitual para llegar a la Candela, un predio de cinco hectáreas que usaban los juveniles para entrenar y competir. Con la autorización de su ‘viejito’, dejó la secundaria a medio terminar para enfocarse totalmente en el juego. “Vas a trabajar o te dedicas al fútbol. Yo te banco”, le dijo. Y, aunque en 1976 hizo el servicio militar, dos años después el trato empezó a frutos: debutó con la azul y oro el 20 de setiembre de 1978. En 1981, con tres goles en 16 partidos, fue cedido al club Atlético Sarmiento, aunque no por mucho tiempo, pues en la segunda mitad del año regresó a casa para convertirse en figura.
Hacia fines de 1983, con cerca de 60 goles en casi 100 partidos, el delantero de Boca Juniors era pieza fundamental del equipo. En 1984, su talento no cambió, pero su espíritu revolucionario lo metió en más de un problema. No solo por las casi 20 fechas que se perdió, sino, además, porque incentivó -con total derecho- una huelga de jugadores. El club atravesaba uno de los peores momentos económicos de su historia y el primer equipo llevaba ocho meses sin cobrar sueldo, por lo que la relación con la directiva se volvió tensa. Los futbolistas, impulsados por Gareca y Óscar Ruggieri, se negaron a jugar y, en su lugar, el 8 de julio, ante Atlanta, juveniles sin contrato salieron al campo con polos blancos de entrenamiento y dorsales escritos con plumón en la parte posterior que, con el correr de los minutos, por la transpiración, se convirtieron en manchas negras.
La falta de liquidez detonó en una crisis de resultados. El club terminó en el puesto 16 de 19 y los fanáticos, que no entendían de razones y reclamaban triunfos, culparon en todo momento al plantel. Al poco tiempo, el ‘Tigre’ y su amigo, Ruggeri, motivados por la crisis institucional, decidieron cruzar la vereda y mudarse a River Plate, el clásico rival. “Gareca tiene cáncer, Gareca se tiene que morir”, gritaban los hinchas bosteros desde la tribuna. Una banderola con una frase similar fue colgada en la popular.
El delantero con pinta de rockero cambió el azul y amarillo por el blanco y rojo. Sin embargo, duró solo seis meses en el ‘Millonario’. No se fue por mal rendimiento, sino más bien por un bajón anímico. En 1985, a la par, la Selección de Argentina jugaba su pase al Mundial de México 86 y, si bien él arrancó el ciclo de Bilardo como titular, en las Eliminatorias solo tuvo minutos en el debut, ante Venezuela, y en el partido de la clasificación, contra Perú. En ese último, incluso, hizo el gol que significó el pase de su país a la Copa del Mundo y la eliminación del cuadro bicolor. Pero la espina de no ser mundialista permaneció: no fue incluido en la última convocatoria del plantel que viajó a México un año después. Una vez más, quedó sin Mundial.
Con la motivación por los suelos, tras no cumplir sus propias expectativas, Ricardo Gareca mudó su fútbol a América de Cali. En 1986, aunque no fue campeón del mundo con Argentina, llegó a la final de la Copa Libertadores ante River Plate. Ese partido, curiosamente, desató los insultos de la barra de su exequipo. En un reconocimiento de cancha, incluso, fue amenazado con armas de fuego, junto a sus compañeros, por barristas del cuadro argentino. Y todo por un falso rumor.
“Gente de Boca vino a decirme que, si yo me ponía la camiseta de Boca abajo y la mostraba, me perdonaban mi paso por River. Se corrió esa bola y la gente me tomó de punto, pero yo no acepté. Y el tema clave fue que la gente de River estaba loca por ganar la Copa. Ciega por ese objetivo, se comentó lo de la camiseta y, entonces, al hincha se le vino a la cabeza que había sido jugador de Boca y empezaron a putearme (…) Mi carrera deportiva tuvo mucho de todo: muchos aplausos, muchos goles y muchos insultos. Logré que se pusieran de acuerdo los hinchas de Boca y de River: que me putearan los dos”, recordó, tiempo después, en El Gráfico.
Tras cuatro años en Colombia, en los que ganó dos campeonatos nacionales, retornó a su natal Argentina para defender las camisetas de Vélez (1992-93), club del que es hincha, e Independiente (1993-94), equipo con el que ganó el Clausura y colgó los chimpunes.
Una nueva etapa
En 1995, Miguel Brindisi dio el aval para que Ricardo Gareca -ya con cabello corto- debute como entrenador de un San Martín de Tucumán que buscaba el ascenso. El equipo tuvo un gran rendimiento, pero no lo consiguió. Sin embargo, aportó algunas novedades. Acostumbró a sus jugadores, por ejemplo, a analizar al rival mediante material audiovisual, algo que, aunque ahora es normal, por ese entonces aún no era común. En la temporada 1996-97, con Talleres, sí logró el objetivo: la ‘T’ volvió a Primera. Tendría, en total, cuatro etapas en la institución albiazul. Independiente, Colón, Quilmes y Argentinos Juniors fueron sus otros equipos en la profesional argentina, antes de su primer paso por el fútbol internacional como entrenador.
Al igual que en su época de jugador, el primer reto fue en Colombia: Santa Fe y América de Cali se volvieron sus casas entre 2005 y 2006. A Perú llegó un año después, como flamante DT de Universitario de Deportes, equipo con el que ganó el Torneo Apertura 2008. Pero no todo fue felicidad: en setiembre, Don Alberto, su padre, falleció en Buenos Aires. El cómplice de su carrera deportiva no lo vio, al año siguiente, ser campeón con Vélez, el equipo de sus amores.
Con el cabello nuevamente largo, y un buzo de color negro, el ‘Tigre’ festejó la consagración del ‘Fortín’ con lágrimas en los ojos. “Mi ‘viejo’ era muy hincha de Vélez, y viví la situación soñada por él. Yo sé que siempre estuvo ahí durante el campeonato, yo percibía su presencia. En las situaciones límite, cuando se me complicaba el partido, sé que él estaba y me daba tranquilidad, sentí a cada instante su presencia”, mencionó poco después en El Gráfico.
En 2014, luego de conseguir dos títulos del Clausura con Vélez, firmó por Palmeiras. Sin embargo, tras ganar solo tres de los 15 partidos que dirigió, se desligó del club brasilero. No tenía idea aún de que, después de tantas críticas, insultos y decepciones, estaba a punto de meterse a todo un país en el bolsillo.
‘Tigre’ bicolor
“Estoy muy feliz. Es el desafío más importante de mi vida, dentro de mi carrera deportiva”, dijo ese lunes 2 de marzo de 2015, mientras era presentado como nuevo entrenador de la Selección Peruana. Seguía con la onda rockera que tenía el delantero de Boca, pero un tanto más elegante. Vestía una camisa blanca y un saco negro. El cabello lo llevaba rubio, largo y lacio, pero ya sin cerquillo. Aunque su léxico seguía siendo fluido, ahora hablaba de forma más pausada.
“Nos espera una tarea dura, difícil, complicada, pero no imposible, de ninguna manera. No hay nada imposible cuando uno tiene un objetivo claro, cuando tiene, por sobre todas las cosas, lo que me ha llevado a aceptar esta decisión: creer en el jugador peruano. Como yo creo en el jugador peruano, estoy sentado aquí. A partir de ahora, soy uno más de ustedes”, finalizó.
Se refería al Mundial que les había sido esquivos a ambos. No solo al equipo peruano, desde 1982, sino también él, en toda su carrera. La espina tenía que ver no solo con regresar a la blanquirroja a lo más alto, sino también con ir a una Copa del Mundo, ya no como jugador, pero sí como entrenador.
Lo logró. Dejando de lado a figuras de peso, superando la ausencia del capitán por dar positivo en dopaje, y ganando en lugares donde nunca había ganado, la Selección Peruana volvió a un Mundial después de 36 años. Pero no fue un milagro, sino el fruto de un proyecto en el que los jugadores empezaron a tener confianza en sí mismos. Gareca y su cuerpo técnico convencieron al equipo de tres cosas: estaban preparados para lograr el objetivo, todos tenían las puertas abiertas y eran una familia. El chip cambió. Dentro y fuera, porque el hincha, que estaba ya habituado a jugar como nunca y perder como siempre, se acostumbró a romper malas rachas. Se acostumbró a creer. Todo eso con un morbo especial: el delantero que dejó a Perú sin México 86 fue el DT que lo llevó a Rusia 2018.
Ricardo Gareca, el joven enérgico y respondón, se convirtió en el entrenador que llevó calma a todo un país ansioso, lleno de problemas y cansado de fracasos. Su espíritu revolucionario nunca desapareció y lo llevó a realizar, una que otra vez, conferencias que se convirtieron en discursos en medio de conflictos sociales y políticos, bajo la creencia de que todo puede ser mejor desde el apoyo al deporte, en todas sus disciplinas. La última, a modo de despedida anticipada, fue en abril de 2022, y sirvió como llamado de atención a problema que nos pisa la espalda hace décadas: la falta de política deportiva.
“Hay una canción que ustedes cantan, Contigo Perú, hay un párrafo que dice 'el trabajo y el deporte'. (…) El deporte acá no tiene nada que ver. No les interesa, no les importa. Eso es una preocupación para mí. Es preocupación muy grande, realmente. Por los jugadores, lo digo. El jugador peruano es muy fuerte mentalmente porque no hay formación alguna, hay lugares donde el entrenador tiene que entrenar una hora y se tiene que ir. Es importante la política deportiva, importante para los jóvenes, para alejarlos de las drogas. Perú necesita gente que compita. Usted consigue un ciudadano competitivo, educado, con el deporte. Es algo que flota en el aire. ¿Cuándo se verá todo eso? Ojalá, en unos años, Dios ilumine a Perú, por el maravilloso pueblo que tienen, que lo tienen abandonado y por toda la deficiencia que tiene un país con un pueblo que lo único que quiere es trabajar. Tienen más del 60% de informalidad, no hay para comer. Lo que uno desea es que la gente tenga acceso a todas esas posibilidades. Es tarea de todos, de ustedes (periodistas) también. Es obligación de ustedes presionar con lo que está pasando. Si no, es difícil que clubes e instituciones crezcan”, dijo.
Ya antes se había involucrado en temas sociales, solidarizándose con damnificados de algunos desastres naturales, empatizando con peruanos que no podían trabajar durante el confinamiento o pidiendo el regreso del deporte en general, inicialmente, y de las divisiones menores de fútbol, después. Su foco, eso sí, fue siempre la Selección. Siempre. Incluso, cuando en 2020 las cosas no salían y él admitía vivir el momento más difícil desde su llegada, siempre hizo creer que se podía.
“El equipo está mal, por lo menos en el arranque, pero por supuesto que tengo fuerza hasta el final. Esto es hasta el final, es donde más fuerza tenemos, donde hay que estar. Por supuesto, lo que vamos a intentar es revertir la situación. Todavía lo vamos a pelear, como peleamos siempre”, dijo cuando el equipo era último en la tabla, con uno de quince puntos posibles.
Si alguien dudó de él y pidió su salida, el ‘Tigre’ demostró que las críticas no lo tumban y los aplausos no lo confunden. Siguió trabajando y creyendo en los suyos. Y los suyos le respondieron. Nuevamente rompiendo récords y callando a incrédulos, la blanquirroja consiguió el quinto puesto que le permitió pelear, por segundo proceso consecutivo, el repechaje al Mundial. No consiguió la clasificación, pero Gareca nos dio mucho más. Nos brindó motivos para volver a creer. Nos hizo entender que sí se puede, pero que, para que las alegrías no sean una excepción, se tiene que trabajar mucho. Nos cantó nuestras verdades. Las buenas, como que el futbolista peruano es fuerte, y las malas, como que falta infraestructura y apoyo a las divisiones menores. Hizo lo que pudo, lo que muchos creyeron que no podría, y se fue por la puerta grande.
No fue Vélez, Don Alberto, pero fue la Selección de un país que quiere a su hijo, porque él mismo se lo ganó. Y los peruanos hicieron, a su manera, lo posible por corresponderle el cariño. Han llenado estadios para agradecerle y han coreado su nombre para pedirle que nunca se vaya. Es solo fútbol, pensarán algunos, pero ese chico de 24 que se metía en problemas por rebelde, inspiró calma en medio del caos que es el Perú. Y su espíritu revolucionario, lejos de llamar al desorden, nos hizo notar que está bien alzar la voz por lo que merecemos. Que la blanquirroja no debería ser una burbuja, sino un reflejo.
“Vas a trabajar o te dedicas al fútbol. Yo te banco”, le dijo usted. Y él -permítanos opinar- cumplió el trato con creces. Su hijo, Don Alberto, pudo ser arquero, ‘10’ y delantero, pero quedará en nuestra historia como el entrenador que logró lo que parecía imposible, como el argentino que nos devolvió la ilusión. Como el técnico con look rockero que cumplió un sueño propio y ajeno: ser mundialista. Y, aunque le toca cerrar esa etapa, hoy -como él mismo dijo en su presentación hace siete años- ya es uno más de nosotros.
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