El transporte es la primera expresión física y moral de lo que somos como ciudadanos. Los niños aprenden en las calles la verdad de nuestra sociedad al ver vehículos que no respetan la luz roja ni el límite de velocidad, que usan el claxon para imponerse y que no ceden el paso ni en los pasajes señalados para este efecto.
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El día de hoy podría ser recordado como el del inicio del fin de la reforma del transporte urbano. Lo poco que habíamos avanzado puede estrellarse contra la incapacidad del Estado para prever y hallar soluciones a la anarquía y el retroceso. La reforma del transporte nos concierne a todos, a los usuarios y a los no usuarios de los corredores, a los peatones, a los conductores privados, a los ciclistas y a los que aspiran a que se reduzcan en nuestras ciudades la tasa de accidentes, las horas perdidas en los embotellamientos, la contaminación, la agresividad y el ruido. Lo que está en juego no es solo la subsistencia de los operadores del corredor morado, y más tarde del corredor rojo y el azul. El transporte es la primera expresión física y moral de lo que somos como ciudadanos. Los niños aprenden en las calles la verdad de nuestra sociedad al ver vehículos que no respetan la luz roja ni el límite de velocidad, que usan el claxon para imponerse y que no ceden el paso ni en los pasajes señalados para este efecto. Durante los últimos años se han dado pequeños pasos para cumplir la promesa de los sucesivos alcaldes: que pasemos a garantizar, como en todas las ciudades comparables, calles que no sean percibidas como espacio de peligro y agresión. La clave de la reforma reposaba sobre la vuelta a una red de itinerarios atribuidos a empresas formales con choferes asalariados. Y se fijó una fecha para la desaparición de micros, coasters, colectivos y combis, que desde hace más de treinta años se empoderaron en un mercado desregulado. El transporte público debe ser considerado como un servicio público que se concesiona, sabiendo que no será rentable. Ni siquiera en Nueva York, Londres y París el transporte público queda librado a las fuerzas del mercado, y de hecho es subvencionado. La alternativa es seguir con la anarquía de todos los días e infinitas horas perdidas, que se usarían mejor en el trabajo, la recreación o la vida familiar.
Las cosas como son
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