Por Oswaldo Palacios
Vivimos tiempos de oscuridad. Un agente infeccioso (nuevo coronavirus o SARS-CoV-2) ha puesto en jaque al mundo. La pandemia ha sido impiadosa, descarnada y ha expuesto los grandes males que la globalización escondía debajo de la alfombra –y que muchos, sobre todo políticos, tecnócratas, empresarios, negaban completamente su existencia–: las desigualdades pavorosas entre las naciones y los estratos sociales, la discriminación de clase, la precarización laboral, el débil sistema de salud pública, en particular de los países subdesarrollados, y el perverso afán de lucro de unos pocos –la industria farmacéutica y la sanidad privada, por ejemplo–a costa de la vida de la gente.
Antoni Aguiló es filósofo e investigador del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra (Portugal), pero es sobre todo un pensador que disecciona, con creatividad, originalidad e inteligencia crítica, la totalidad de lo real. Para él, las políticas macroeconómicas de contenido neoliberal, que desencadenaron en décadas pasadas, tanto en América Latina como en Europa, un tsunami de recortes del gasto público, han tenido efectos nocivos sobre la salud de las personas, a la vez que erosionaron la capacidad de los Estados para garantizar bienestar social. "Para el neoliberalismo la sanidad es un negocio lucrativo, no un derecho social exigible", señala a RPP Mundo.
¿Hay vínculo entre la expansión de este tipo de virus y la destrucción de la naturaleza por las actividades humanas? De acuerdo con el traductor y estrecho colaborador del sociólogo Boaventura de Sousa Santos, con quien ha publicado el libro Aprendizajes globales: descolonizar, desmercantilizar y despatriarcalizar desde las epistemologías del Sur (Icaria, 2019), la pandemia que abruma en todos los rincones del orbe es producto de la violencia de una arquitectura económica depredadora o neoextractivista (que predomina en la actualidad). "Si el ser humano sigue así, consumiendo y destruyendo todo, los animales salvajes no van a tener ninguna protección contra enfermedades y seguirán transmitiéndolas a los humanos", advierte.
La crisis del coronavirus –explica Antoni Aguiló– reproduce y acentúa las desigualdades persistentes (la distribución asimétrica de bienes, recursos y servicios a escala mundial) y pone de relieve las paradojas de una economía mundializada que ignora (o invisibiliza) la existencia de límites físicos del planeta y la vida natural. "El ser humano debería utilizar su posición privilegiada en el planeta para forjar una nueva alianza con la naturaleza, considerándola algo vital, un elemento imprescindible para su propia supervivencia", dice.
Venimos de una economía sacrificial que consiente que haya niños hambrientos, trabajadores precarios, personas desahuciadas por los bancos y gente muriendo por falta de asistencia sanitaria
Pregunta: Varios investigadores y organismos advirtieron hace años sobre la inminente aparición de una pandemia, pero muchos países no adoptaron las medidas adecuadas para evitarla y, peor aún, redujeron su presupuesto para la sanidad pública, otros incluso (los gobiernos de extrema derecha) atacaron a la ciencia. ¿Por qué desde la década de los ochenta los servicios públicos, entre ellos el de la salud, empezaron a ser desmantelados a escala global y qué responsabilidad tiene el modelo económico actual?
Respuesta: Desde la década de 1970 el capital financiero especulativo es la prioridad absoluta de la agenda política global. Con la caída del socialismo en Europa del Este comenzó la ofensiva mundial del monopolio financiero. Triunfó lo que Eric Hobsbawm llamó la “teología neoliberal” y sus tres mandamientos: liberalización, desregulación y privatización. Estos allanaron el camino para que los países del Norte global, con la colaboración de organismos internacionales como el Banco Mundial y a través de acuerdos de libre comercio, forzaran la apertura de mercados para satisfacer los intereses mercantiles de la industria biotecnológica, de la industria farmacéutica y de los seguros de salud. La sanidad pública se desmanteló y perdimos soberanía sanitaria. Para el neoliberalismo la sanidad es un negocio lucrativo, no un derecho social exigible. Como mucho, es un servicio meramente asistencial para los casos de extrema pobreza, lo que no tiene nada de sorprendente si tenemos en cuenta de dónde venimos. Las democracias liberales son producto de una cultura política y económica excluyente que siempre ha glorificado la propiedad privada (del varón blanco, alfabetizado y heterosexual, por supuesto) y no está para atender las menudencias de la plebe, como la salud, la educación, la vivienda, el salario, etc.
La crisis del coronavirus es la punta del iceberg que está dando evidencias de la incompatibilidad entre el capitalismo y la vida. Venimos de una economía sacrificial que consiente que haya niños hambrientos, trabajadores precarios, personas desahuciadas por los bancos y gente muriendo por falta de asistencia sanitaria. La pandemia ha hecho más visibles las limitaciones de un sistema de salud centrado en el tratamiento de las enfermedades, más que en su prevención. En España, al principio de la crisis no había ni mascarillas ni equipos de protección suficientes para el personal sanitario. En ese momento asistíamos a la guerra comercial a gran escala por las mascarillas y los respiradores y hoy asistimos a la carrera de las grandes corporaciones farmacéuticas por desarrollar tratamientos antivirales. ¿Competirán también por defender la salud como un derecho humano y poner los hallazgos científicos al servicio del bien común?
El resultado de la crisis no está predestinado, pero lo cierto es que unos mueren y otros se benefician. De hecho, ya estamos viendo cómo la derecha y la extrema derecha piden recortes y bajadas de salarios en beneficio de unos pocos y en nombre del mercado
El coronavirus afecta de manera diferente a los grupos sociales. Esto es evidente, por ejemplo, en los países de América Latina o África, donde millones de personas viven en barrios marginales en condiciones de hacinamiento y con sistemas de salud frágiles y, además, viven de sus ingresos del día. ¿Esta crisis dejará a su paso un mundo con mayor desigualdad social y concentración de la riqueza?
Hay que impugnar esa especie de humanización del virus que lo convierte en el gran enemigo abstracto que lo justifica todo. Los virus no discriminan, quienes discriminan son las personas. El virus se aprovecha de las condiciones de vida previas para intensificar de manera descarnada las desigualdades. ¿Por qué en Brasil los distritos con más muertes sospechosas y confirmadas por coronavirus se concentran en las favelas? ¿Por qué los afroamericanos presentan tasas preocupantemente más elevadas de muerte que el resto de estadounidenses? ¿Por qué durante el confinamiento se ha disparado la violencia contra las mujeres? ¿Por qué la pandemia agrava la discriminación que sufren las personas LGTBI (solicitudes de asilo paralizadas, enorme soledad de las personas mayores, personas obligadas a convivir con quienes les humillan, etc.)? A escala global, las posibilidades de los grupos más vulnerables de acceder a una atención médica de calidad se han visto reducidas, cuando no imposibilitadas.
El virus pasará, pero estos problemas persistirán. La pobreza, el racismo y el patriarcado son los auténticos virus de este planeta, y hay quienes están muy interesados en propagarlos y beneficiarse de ellos. ¿Acaso no hemos escuchado discursos negacionistas o irresponsables como los de Trump y Bolsonaro, afirmando que, por el bien del mercado, teníamos que volver al trabajo? Senadores republicanos están siendo investigados supuestamente por usar información privilegiada sobre la pandemia para enriquecerse. El resultado de la crisis no está predestinado, pero lo cierto es que unos mueren y otros se benefician. De hecho, ya estamos viendo cómo la derecha y la extrema derecha piden recortes y bajadas de salarios en beneficio de unos pocos y en nombre del mercado. En España, Vox calificó de “paguita” el ingreso mínimo vital aprobado por el Gobierno. En la misma línea, algún directivo empresarial criticó en una reciente cumbre económica que estas políticas fomentan la “ociosidad”.
El problema epidemiológico actual difumina la ilusión de invulnerabilidad de la civilización occidental; al mismo tiempo, indica que tiene que ver mucho con el cambio climático y la pérdida de biodiversidad causados por la explotación y la depredación económica. ¿Esta amarga experiencia se traducirá en un trato amable hacia la naturaleza y el ecosistema?
No hace falta recurrir a teorías conspiratorias sobre el origen de la pandemia. El problema es la falta de respeto con animales y la naturaleza en general, sea el maltrato animal (como es el caso de los pollos o los cerdos criados en granjas intensivas), el mar convertido en basurero, la deforestación de bosques enteros, las malas prácticas agrícolas (uso de agrocombustibles, contaminación del aire, del agua, es decir, del mismo medio ambiente que constituye nuestro hábitat, etc.). Los coronavirus son el resultado de la destrucción de ecosistemas y hábitats de animales. Si el ser humano sigue así, consumiendo y destruyendo todo, los animales salvajes no van a tener ninguna protección contra enfermedades y seguirán transmitiéndolas a los humanos. La gripe 1918, que causó 50 millones de muertos en algo más de año, la provocó un virus aviar.
Dada nuestra visión mercantilista de la naturaleza, es probable que cometamos los mismos errores. La crisis climática que enfrentamos es sistémica. La gran esperanza es que la conciencia de nuestra vulnerabilidad y dependencia se transfiera masivamente al cambio climático. Se oye hablar mucho de las pérdidas económicas causadas por el coronavirus, pero apenas se habla de la relación entre el coronavirus y la cuestión ambiental, porque no interesa. Habrá que esperar a que la gente muera en masa por no poder respirar aire sano para actuar decretando nuevos estados de alarma y confinamientos.
Se oye hablar mucho de las pérdidas económicas causadas por el coronavirus, pero apenas se habla de la relación entre el coronavirus y la cuestión ambiental, porque no interesa
El ser humano debería utilizar su posición privilegiada en el planeta para forjar una nueva alianza con la naturaleza, considerándola algo vital, un elemento imprescindible para su propia supervivencia. Tenemos que aprender a vincularnos de nuevo con ella, un poco como ocurre con el sueño del filósofo Chuang Tzu, que escribió: “Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Chuang Tzu que había soñado que era una mariposa, o si era una mariposa que soñaba ser Chuang Tzu”. Tal vez solo somos seres engañados que soñamos que la Tierra nos pertenece en lugar de asumir que nosotros le pertenecemos. Tiene razón Boaventura de Sousa Santos cuando dice que tenemos la necesidad de aprender de los pueblos y culturas con otra visión de la naturaleza. Es un paso fundamental para descolonizarnos, para lograr un cambio de actitud y construir alternativas alejadas del proyecto civilizatorio moderno imperante. Estos saberes descoloniales también forman parte de tradiciones intelectuales subalternas en Occidente, pero a menudo se descuidan. Giordano Bruno, Spinoza, Francisco de Asís, Aldo, Leopold, Thoreau y poetas como Lucrecio, Giacomo Leopardi o Walt Whitman son testimonio de ello. Relacionaron la naturaleza con un sentimiento de admiración y respeto, no con el cálculo egoísta y la utilidad.
¿Qué factores podrían explicar el hecho de que algunos países hayan tenido éxito, por el momento, en la gestión de la pandemia de la covid-19, entre ellos Alemania, Taiwán y Corea del Sur, y otros, en cambio, como Estados Unidos, Reino Unido o Brasil, fracasaran en el manejo de la crisis?
Hay factores que no dependen del control directo de los líderes políticos, como la densidad poblacional o los beneficios de ser un territorio insular, pero el éxito o fracaso de la gestión de la pandemia depende, en resumen, de dejarse asesorar por los científicos y expertos en salud pública y de adoptar medidas decisivas lo antes posible según sea necesario. Ha habido países que han actuado tarde y mal.
Además, no todas las decisiones ni recomendaciones de salud pública son racionales. Hay un montón de prejuicios culturales y de cálculos políticos en juego. ¿Recuerdan al Trump que sugirió la posibilidad de tratar el coronavirus con inyecciones de lejía? En España, el cardenal arzobispo de Valencia afirmó en una homilía que una de las vacunas que se investiga en estos momentos “se fabrica a base de células de fetos abortados”. Quienes se oponen a las vacunas como instrumento de prevención utilizan argumentos falaces de este tipo.
Más interesante me parece el análisis de la gestión de la crisis en los países gobernados por mujeres, que en líneas generales han mantenido tasas más bajas de muertes y de propagación del virus. Nueva Zelanda fue de uno de los países más rápidos en cerrar fronteras, al igual que Dinamarca en Europa; Alemania fue uno de los primeros países europeos en realizar test masivos; el vicepresidente de Taiwán es epidemiólogo. Son ejemplos de liderazgo que contrastan con el liderazgo machista y personalista de dirigentes como Trump, Duterte, Bolsonaro y Boris Jhonson.
El coronavirus nos ha hecho reflexionar de nuevo sobre la importancia de lo social y de lo común, nos ha llevado a darnos cuenta de que lo relacional es necesario para nuestra salud mental y emocional
La búsqueda de la ganancia y la acumulación son pilares de la sociedad contemporánea. De hecho, en estos meses de pandemia se ha develado otras monstruosidades: la nula solidaridad con el prójimo. Por ejemplo, en el Perú el sector farmacéutico, que opera como un oligopolio, ha multiplicado hasta por 9 el precio de algunos medicamentos que se usan para combatir la covid-19. ¿Es posible construir redes de solidaridad y de cooperación en un momento en que los sectores populares son duramente afectados por el confinamiento obligatorio y la estigmatización?
Pienso que dos son los grandes aprendizajes (o recordatorios) que esta crisis nos deja. El primero tiene que ver con nuestro sentido de lo posible. Una de los falsos relatos inculcados por el neoliberalismo proclama que no hay alternativas a las formas de vida dominantes. Esto quiere decir que no hay alternativas posibles al hambre, a la pobreza, al militarismo, al machismo, al racismo, a la destrucción ecológica, etc. Es un relato que ya ha sido desmentido por los movimientos sociales alternativos. Es absolutamente falso que nada puede cambiar, porque la realidad está abierta, fluye. ¿Quién iba a decir hace tan solo unos meses que millones de personas permanecerían confinadas? No había sociólogo ni economista serio que lo sostuviera. El virus ha puesto al descubierto, una vez más, el carácter finito y contingente del capitalismo, demostrando que la realidad sí se puede cambiar. Irlanda nacionalizó hospitales privados, Canadá aprobó importantes ayudas de hasta cuatro meses de ingresos básicos para quienes perdieron sus empleos, Portugal trató a los inmigrantes y solicitantes de asilo como ciudadanos de pleno derecho durante la pandemia, España ha aprobado un ingreso mínimo vital para los más vulnerables. Nos dijeron que nada de esto nunca sucedería y que no podría suceder.
El segundo aprendizaje tiene que ver nuestras prioridades vitales y nuestra conciencia colectiva. Nos domestican para ser individuos productivos, conformistas y acríticos, pero no nos educan para crecer como personas, para ampliar el umbral de nuestra autoconciencia planetaria, y mucho menos para cuidarnos y construir un nosotros basado en el respeto, en el amor y en la dependencia mutua. Marx le dio mucha importancia al carácter social de las relaciones humanas. Explicó por qué las personas están aisladas, por qué estamos tan desconectados unos de otros y cómo perdemos este vínculo, convirtiéndonos en seres alienados. El coronavirus nos ha hecho reflexionar de nuevo sobre la importancia de lo social y de lo común, nos ha llevado a darnos cuenta de que lo relacional es necesario para nuestra salud mental y emocional. Incluso a dos metros de distancia, podemos construir nuevas relaciones humanas.
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