El debate tras las conversaciones filtradas entre Rubiales y Piqué pone de manifiesto que la Federación Española de Fútbol necesita revisar su código ético, para que, al menos, se perfeccione la transparencia en la gestión de los conflictos de interés. De otro modo la sombra de la sospecha genera desconfianza social.
Rogelio Altisent Trota, Universidad de Zaragoza
Hablar de conflictos de interés está de plena actualidad tras conocerse los acuerdos entre Luis Rubiales, presidente de la Federación Española de Fútbol, y el jugador del Barça Gerard Piqué, en su calidad de propietario de la empresa Kosmos, que participa en los acuerdos para llevar la Supercopa a Arabia Saudí.
Pero también hay otros campos donde los conflictos de interés son objeto de una atención relevante por parte de la opinión pública: altos cargos que toman decisiones que pueden favorecer a personas con las que tienen vínculos estrechos, médicos que reciben prebendas de la industria farmacéutica, jueces que vuelven a la magistratura después de una intensa actividad en la primera línea de la vida política…
El conflicto de interés es una figura moral que aparece en la conducta de quien tiene un deber u obligación (interés primario) que choca con un interés de carácter personal (interés secundario), que puede distorsionar su juicio profesional de un modo inaceptable, haciendo temer que la justicia sea lesionada.
El problema del acuerdo entre Piqué y Rubiales no está en que sea ilegal, sino en el riesgo de que el dinero de las comisiones que se van a embolsar (interés secundario) influya en el obligatorio rigor de sus actuaciones profesionales (interés primario), ya sea a la hora de elegir árbitros (Rubiales) ya sea en el grado de implicación en el campo de juego (Piqué).
Veamos ejemplos en otros ámbitos.
Un juez tendría un conflicto de interés si tuviera que juzgar una demanda donde se vea implicado un familiar. No estamos afirmando que vaya a dar una sentencia injusta, sino que tener lazos afectivos con una persona implicada genera una sospecha razonable.
Un médico que ha recibido donaciones de una compañía farmacéutica tiene un conflicto de interés porque podría sesgar los resultados de una investigación a favor de los intereses de la empresa en cuestión. Esto no significa que vaya a falsificar una publicación, sino que existe el riesgo de que sean enmascarados unos potenciales resultados negativos.
Confusión entre dos términos
Conviene precisar muy bien de qué estamos hablando. Con facilidad se confunden los términos y su significado, tanto en el ámbito coloquial como en los medios de comunicación, e incluso en las revistas académicas de lengua castellana, donde a menudo se utiliza de manera impropia (quizá por una inadecuada traducción de la expresión conflict of interest) la denominación conflicto de intereses (no interés).
Los conflictos de intereses se refieren a otra situación diferente que se da cuando hay un enfrentamiento entre los intereses de diferentes sujetos físicos o morales. Por ejemplo, dos empresas pueden tener un conflicto de intereses al optar a un contrato que ofrece una institución con unas determinadas condiciones. En este ejemplo, la persona encargada por la institución para evaluar la idoneidad de las ofertas es quien podría tener el genuino conflicto de interés si recientemente hubiera ocupado un cargo en una de las empresas que compiten por el contrato, porque existe el riesgo de que esta circunstancia introduzca un sesgo de parcialidad en su decisión.
También nos interesa diferenciar el auténtico conflicto de interés de la figura sobradamente conocida del soborno que, más allá de un riesgo, pasa a constituir directamente la comisión de un delito. Por ejemplo, cuando el responsable de la evaluación de ofertas recibe un regalo sustancioso a cambio de favorecer a una de las empresas que optan a la adjudicación de un contrato. Otro ejemplo de soborno sería que un médico recibiera una compensación a cambio de recetar un medicamento.
¿Cómo afrontarlos?
Se puede decir que un conflicto de interés es el equivalente a una tentación, que debe diferenciarse de su aceptación. Sin embargo, hay tentaciones que cuando se ignoran o se admiten conscientemente suponen asumir un exceso de riesgo que ya es en sí mismo moralmente inaceptable.
La gestión ética de los conflictos de interés en las instituciones se debe realizar mediante normativas explícitas y supervisión corporativa por sus órganos de gobierno o comisiones ad hoc. Con este fin se contemplan varias estrategias: transparencia, revisión con autorización, incompatibilidades y, por último, la inhibición.
La transparencia mediante declaración pública es considerada como la regla de oro ante los conflictos de interés. Es éticamente muy saludable poner de manifiesto los intereses secundarios que podrían afectar a la rectitud del juicio profesional. La pregunta decisiva en este punto es: ¿me sentiría cómodo si las personas relacionadas con mi actividad profesional conocieran mi interés secundario en esta materia?
La revisión de los conflictos de interés para su posterior autorización por un comité es un sistema de control que algunas instituciones llevan a cabo. Además de la transparencia y la revisión previa a la autorización, también se puede establecer un régimen de incompatibilidades para ocupar determinados puestos directivos.
La inhibición ante determinadas circunstancias es otra medida clásica para afrontar un conflicto de interés. Es el caso de la retirada, de forma voluntaria, de una comisión o tribunal cuando se va a evaluar a una persona con la que se tiene algún vínculo especial y que haría peligrar o poner bajo sospecha la justicia de la resolución.
Las instituciones necesitan transparencia
El debate tras las conversaciones filtradas entre Rubiales y Piqué pone de manifiesto que la Federación Española de Fútbol necesita revisar su código ético, para que, al menos, se perfeccione la transparencia en la gestión de los conflictos de interés. De otro modo la sombra de la sospecha genera desconfianza social.
Rogelio Altisent Trota, Profesor titular de Bioética. Cátedra de Profesionalismo y Ética Clínica, Universidad de Zaragoza
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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