El joven dirigente sandinista que lideró en 1979 la revuelta contra la dinastía corrupta de los Somosa, encarna hoy la figura del autócrata despiadado y cínico que inmortalizaron García Márquez y otros autores del boom de la novela latinoamericana.
La manera como se ha urdido la cuarta elección consecutiva de Daniel Ortega en Nicaragua, no hace sino confirmar la grotesca versión de una dictadura aplaudida por una parte de la izquierda latinoamericana. El joven dirigente sandinista que lideró en 1979 la revuelta contra la dinastía corrupta de los Somosa, encarna hoy la figura del autócrata despiadado y cínico que inmortalizaron García Márquez y otros autores del boom de la novela latinoamericana. Desde las dos más altas funciones del Estado, Daniel Ortega y su esposa han manipulado las instituciones y recurrido a los pretextos más escandalosos para encarcelar a cualquier candidato capaz de denunciar lo que salta a los ojos: tras el socialismo del siglo XXI se oculta la peor herencia del siglo XIX, caudillismo, sometimiento del Estado a intereses particulares, corrupción, represión, impunidad.
A estas alturas son irrelevantes las cifras oficiales que proclamará la autoridad electoral controlada por el Ejecutivo. Lo que es importante es la lección sobre las circunstancias que han llevado a una jornada electoral de vergüenza. Y sobre todo la ausencia de tres factores que son cruciales para garantizar la legitimidad de todo proceso electoral: justicia independiente, prensa libre y observadores internacionales. Ninguno de esos tres requisitos se han cumplido. El presidente saliente no autorizó la presencia de observadores de la OEA ni de la Unión Europea. En vez de eso, hemos asistido a la parodia de “amigos” de la revolución, que no son sino cómplices de una farsa electoral. Esperemos que la OEA reaccione con la mayor severidad. Y que en el Perú seamos capaces de sacar las lecciones de lo que ha conducido a un crimen contra la democracia.
Las cosas como son
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