El golpe del 7 de diciembre fue preparado con una retórica que atizaba la división entre peruanos, en particular la polaridad entre Lima y las regiones. Pero las instituciones republicanas, civiles y militares, reaccionaron bien y resistieron a la tentación demagógica y autoritaria.
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Lo que Pedro Castillo intentó hacer un día como hoy del año pasado reviste la mayor gravedad. En un país con grandes desigualdades e instituciones débiles, los golpes de Estado han sido una constante desde los inicios de nuestra República. E incluso antes, puesto que el general La Serna separó del poder al último virrey, Joaquín de la Pezuela. Algunos golpes de Estado fueron perpetrados por presidentes que habían sido elegidos como Leguía y Fujimori. Otros fueron cometidos por militares como Odría y Velasco que se presentaron como salvadores frente a la anarquía y la corrupción. Todavía no conocemos bien los detalles que precedieron el golpe ni las motivaciones de Pedro Castillo. Algunos piensan que temió ser vacado por el Congreso y denunciado por corrupción. Otros que fue engañado por quienes le hicieron creer que encarnaba “al pueblo” y que militares lo respaldarían. Y hay incluso quienes creen que todo fue una maniobra cínica para huir con su familia y hallar refugio en México. Lo seguro es que las instituciones republicanas, civiles y militares, reaccionaron bien y resistieron a la tentación demagógica y autoritaria. Pero el golpe del 7 de diciembre fue preparado con una retórica que atizaba la división entre peruanos, en particular la polaridad entre Lima y las regiones. Castillo intentó desacreditar a la prensa independiente y promover la llamada “prensa alternativa”, que no era sino el financiamiento público y sesgado de órganos regionales. Al margen de las conmemoraciones oficiales, lo que importa es defender el valor de la libertad, para que cada ciudadano pueda expresarse y conducir su vida y sus proyectos sin más limitaciones que el derecho de los demás. Pero además de valores, tenemos que mostrar en los hechos que la democracia es el mejor marco institucional para generar y distribuir riqueza, para mejorar los servicios públicos y garantizar la igualdad ante la ley. Es un pésima señal que la aprobación de las actuales autoridades del Estado sea inferior a la que existió durante el gobierno de Pedro Castillo. Duele reconocerlo, pero es la única manera de comprometerse a mejorar la gestión pública y la lucha contra la corrupción.
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