Joseba Achotegui Loizatge, Universitat de Barcelona
Nuestro tiempo ha sido denominado “la era del estrés”. Pero ¿que es realmente el estrés? El término ha tenido tanto éxito y es tan polisémico que, con frecuencia, se usa en diferentes sentidos.
Una de sus definiciones más reconocidas y utilizadas señala que se trata de “una relación particular entre la persona y el entorno, valorada por la persona como una situación que le sobrepasa y pone en peligro su bienestar”.
En ella podemos intuir la relevancia de la evaluación que la persona hace de la situación difícil a la que se ha de enfrentar. Si además añadimos el resto de factores que inciden en el origen de ese estrés, que a continuación analizaremos, comprobaremos que este también se relaciona con aspectos positivos. Es decir, podemos aprovechar el estrés, puede sernos de ayuda.
¿Qué es el estrés y por qué no siempre es negativo?
El propio origen griego de la palabra estrés, stringere (tensión, estrechamiento), ya indica el vínculo entre este y las situaciones problemáticas. El estrés se entendería como un intento de adaptación que nos requiere esfuerzo, lucha. No como una adaptación que podemos hacer de modo natural y fácil.
El estrés aparece ante problemas y cambios que debemos afrontar. Eso sí, es importante comprender que no es la respuesta al problema que nos afecta, al cambio que hemos de hacer. En realidad se trata del proceso que ponemos en marcha para buscar la respuesta final que nos permitirá resolver el problema.
El estrés es algo intermedio entre el problema y la respuesta que acabamos llevando a cabo. Ahora bien, esa mediación o proceso puede alargarse y complicarse. Tanto que se convierta en respuesta. Esto sí que es problemático.
El estrés es, pues, la primera respuesta ante un cambio que requiere esfuerzo y que no se da por sí mismo. No tiene por qué ser algo negativo: no se trata de una enfermedad o disfunción. En realidad es un mecanismo que la evolución ha seleccionado para permitir que podamos adaptarnos a los cambios que requieren esfuerzo.
No es lo mismo el estrés agudo que el crónico
Habría que diferenciar entre dos grandes tipos de estrés: agudo y crónico. Ante el primero, la evolución ha seleccionado una magnífica y adaptativa estrategia, dada también en muchas otras especies animales.
Piense, por ejemplo, en el ataque de un león: todo el organismo se prepara para sobrevivir. Aumenta el ritmo cardíaco; la glucemia; disminuye la sexualidad; palidecemos, dado que el flujo sanguíneo se concentra en el sistema muscular… Además, se paraliza la digestión, tenemos deseos de orinar y defecar para perder peso y ni siquiera hay sensación de dolor si tenemos una herida.
Todas estas reacciones de nuestro cuerpo están al servicio de poder luchar o salir corriendo. En definitiva, de sobrevivir, reaccionando automáticamente, de una manera admirable. Al fin y al cabo, descendemos de aquellos que superaron el estrés agudo. De ahí esta excelente reacción.
Ante el estrés crónico, sin embargo, las cosas se complican. Su origen es fundamentalmente psicosocial, propio de sociedades con roles complejos (conflictos de relación afectiva, de estatus…). La selección natural aún no nos ha dotado de un sistema de respuesta tan brillante como en el caso del estrés agudo.
De hecho, si no se elabora correctamente, la respuesta al estrés puede acabar dañando al organismo. ¿Cómo? Por ejemplo, a través del incremento de los glucocorticoides, que lesionan el hipocampo. Por otro lado, disminuye la inmunidad, lo que favorece el origen de infecciones, cáncer y la alteración del metabolismo, sobre todo tiroideo.
Cómo actuar ante el estrés crónico
Para afrontar correctamente las situaciones de estrés crónico y convertirlas en experiencias que, aunque duras, pueden ayudarnos madurar y crecer, es importante tener en cuenta determinados comportamientos.
Reelaborar bien nuestras expectativas respecto del cambio o problema al que nos enfrentamos. Si las expectativas son irreales fracasaremos.
Contar con una sólida red de apoyo social, tener capital social. Y, si hace falta, pedir ayuda a profesionales. Aceptar que no somos omnipotentes, saber reconocer nuestras limitaciones.
Vivir la situación de estrés como un reto, como desafío a superar. Aceptar que vivir supone afrontar cambios y problemas. No vivir la situación de estrés crónico como una amenaza, como una desagracia que “me ha tenido que pasar a mí”.
Tener una actitud de adaptación activa. Hay que tener capacidad de aguante y a la vez ser capaz de modificar el obstáculo, aunque suponga confrontación.
Por ejemplo, si tenemos a alguien en la habitación de al lado que hace ruido y molesta continuamente, podemos intentar aguantarlo, relajarnos, tranquilizarnos… Pero es mejor solución ir y decirle que deje de hacer ruido.
Si nos enfrentamos a una relación tóxica, es preferible terminarla a aguantar un sufrimiento sin salida. Más vale no relación que mala relación. O, ante la pandemia que estamos viviendo, mejor adquirir una actitud proactiva.
Dar sentido al sufrimiento. Esto dependerá de la cosmovisión, mentalidad e ideología de cada persona. Lo cierto es que sabemos que, por ejemplo, las personas con firmes creencias religiosas toleran mejor el estrés.
En conclusión, el estrés supone una situación de reto para la persona pero, abordada adecuadamente, la respuesta ante ella puede llegar a ser una experiencia vital. Una experiencia que consiga enriquecernos y que crezcamos personalmente.
Joseba Achotegui Loizatge, Profesor titular de la Facultad de Psicología, Universitat de Barcelona
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.