¿Cómo es posible que nuestro sofisticado cerebro sea capaz de engañarnos al percibir voces que no existen con la misma claridad con la que oímos las de quienes nos hablan? ¿Cómo puede hacernos sentir sin motivo tan miserables que deseemos no seguir viviendo? ¿O impedirnos apartar ideas que reconocemos como completamente inútiles?
Estos son tres cuestiones muy frecuentes en los pacientes con problemas psiquiátricos, cuyos fundamentos cerebrales desconocemos. Resulta sorprendente porque, siempre que aceptemos que la actividad mental humana tiene su base en el cerebro, lo lógico sería encontrar una alteración en la función cerebral en la base de esos problemas. Entonces, ¿por qué nos cuesta tanto dar con ella?
Hay varias razones que pueden ayudarnos a entender nuestro fracaso a la hora de identificar esas alteraciones.
La principal es que no comprendemos la base de la actividad mental normal. En el resto de la medicina, definimos las enfermedades como alteraciones de las funciones conocidas de órganos o sistemas. El corazón bombea la sangre, y los componentes que permiten que lo haga pueden alterarse. Por ejemplo, podemos encontrar fallos de la bomba (enfermedades del miocardio, a su vez de varias causas), de las válvulas (que se estrechan o no se cierran bien) o de los vasos sanguíneos (como la hipertensión arterial).
En el caso del cerebro, sin embargo, nadie sabe a ciencia cierta cómo la actividad material de las neuronas (sus cambios bioeléctricos, mediados por el paso de iones de un lado a otro de su membrana) dan lugar a esa propiedad inmaterial a la que llamamos mente.
Las matemáticas al rescate
Lo que sí sabemos es que los contenidos mentales dependen de la actividad sincrónica de grupos neuronales distribuidos por gran parte o todo el cerebro. Esta actividad, rápidamente cambiante, se manifiesta en muy tenues campos eléctricos y magnéticos. Estos campos se pueden recoger y analizar con técnicas como la electroencefalografía y la magnetoencefalografía .
Analizando con procedimientos matemáticos sofisticados los cambios de esos campos durante la realización de una tarea, podemos llegar a valorar los correlatos cerebrales de la actividad mental. Que ya es un paso.
Además, algunas técnicas nos permiten valorar los cambios de esos campos en cada sensor en que los recogemos. Por ejemplo, las que permiten el análisis de la regularidad o entropía de la señal y sus cambios con la actividad mental.
Otras técnicas ayudan a conocer las características de la organización de la red cerebral en conjunto, como las técnicas derivadas de la teoría de grafos. Usando medidas basadas en la sincronización de las señales recogidas en diferentes sensores, estas técnicas permiten valorar la integración global de la red y su especialización por zonas, así como el equilibrio entre ambos parámetros. Como el cerebro funciona de manera integrada en lo relativo a la función mental, cabe esperar que las matemáticas nos ayuden a entender mejor qué alteraciones muestra en los trastornos mentales.
Nuestro grupo, entre otros, ha aplicado estos análisis al estudio de la esquizofrenia. De momento hemos encontrado en estos pacientes un cerebro hiperactivo e incapaz de modularse adecuadamente, incluso para adaptarse a tareas sencillas.
Además, la actividad de este cerebro puede tener unas características globales menos organizadas que las de otras personas. Por ejemplo, los pacientes que padecen esa enfermedad muestran menos comunicación funcional entre distintas áreas que deberían sincronizarse. Dicho de otro modo, su cerebro parece funcionar de manera menos integrada, lo que dificulta su actividad mental.
No todos los enfermos mentales son iguales
Hoy por hoy, realizamos los diagnósticos de las enfermedades mentales a base de combinaciones de síntomas que refieren los pacientes o signos que observamos en ellos. Estos modos de diagnóstico son esencialmente acuerdos ente expertos, que van cambiando según progresa el conocimiento. Pero el resultado neto es que, para muchos trastornos, los diagnósticos posibles permiten que haya una enorme variedad de pacientes que los reciban.
Eso implica que el conjunto de personas que reciben uno de esos diagnósticos, como el de esquizofrenia, es muy heterogéneo. Esta es una de las posibles fuentes de error a la hora de tratar de definir la base cerebral de un problema como éste. Puede que, en realidad, estemos tratando de identificar qué tienen en común en el cerebro personas que tienen diferentes alteraciones que subyacen a sus distintos síntomas.
Si es así, lo primero que deberíamos hacer es identificar agrupaciones (“clústeres”) dentro de un grupo heterogéneo, aplicando la estadística. La idea es utilizar las alteraciones comunes de ciertos parámetros cerebrales para averiguar qué grupos pueden definirse dentro de un síndrome psiquiátrico. Estos análisis de clústeres (o grupos dentro de un determinado diagnóstico) se han usado y se usan para encontrar qué enfermedades hay dentro de esos diagnósticos.
Nuestro equipo ha identificado, por ejemplo, que dentro de lo que hoy llamamos esquizofrenia existe una población con marcadas alteraciones en las conexiones entre áreas cerebrales. Es decir, un grupo con una menor eficiencia de las fibras que conectan áreas relevantes entre sí. En este grupo, esta alteración conectiva se manifiesta en alteraciones cognitivas. Por ejemplo, de la memoria, atención, velocidad y capacidad de resolver problemas.
Estas alteraciones de las conexiones cerebrales y de la capacidad cognitiva no ocurrían en otros pacientes que sin embargo habían recibido el mismo diagnóstico de esquizofrenia. Una posible conclusión es que se trate, en realidad, de enfermedades distintas, cuyo estudio común oscurece los resultados relativos a sus posibles bases cerebrales.
Quizás, en lo que a salud mental se refiere, las matemáticas puedan hacer visible lo invisible.
Vicente Molina, Psiquiatría, Universidad de Valladolid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.