A finales de aquel gran siglo político e intelectual que fue el XVIII, Immanuel Kant, publicó uno de sus opúsculos más célebres, Esbozos filosóficos sobre la paz perpetua (1795). En este ensayo, razonado con sustento, el importante filósofo alemán planteó la necesidad de establecer una constitución internacional que regule a partir de determinados mínimos éticos jurídicos las relaciones entre los reinos y naciones de su época. Una lectura superficial de esta obra nos haría creer que se trata de una serie de enunciados bien intencionados, plenos de un “buenismo” ingenuo. Sin embargo, no es así. Porque lo que entendía Kant, a partir del estudio de las obras del abad de Saint-Pierre, de Rousseau y, probablemente, de Adam Smith, es que los intereses y las conveniencias particulares, para poder fructificar, debían tener un marco común de no agresión y de respeto compartido. En suma, la paz no es solo es buena, sino, conveniente.
Cuando se publicó este libro, la cristiandad teocrático universal era algo que se estaba evaporando a un ritmo acelerado, marcado por las revoluciones de aquel tiempo, tanto políticas como económicas. En ese contexto Kant vio a largo plazo. Tarde o temprano los reinos iban ser suplantados por estados seculares, los cuales necesitaban nuevas formas de regularse entre sí. De modo que la propuesta kantiana estaba marcada por el surgimiento de una nueva situación geopolítica y geoeconómica, la misma que se iba evidenciaba por el crecimiento del capitalismo industrial y por la expansión imperial europea del siglo XIX alrededor del mundo. Al término de aquel siglo, el diecinueve, los imperios europeos dominan los cincos continentes. En ese sentido, ¿cómo regular los afanes de dominación de imperios de tamaña magnitud, más aún cuando éstos estaban conformados por una multitud de nacionalidades, muchas veces en abierto conflicto?
El delicado equilibrio entre los imperios industriales-coloniales se quebró en 1914, sobrevinieron las peores guerras de la historia y se inició un proceso de convulsiones políticas, económicas e ideológicas que duró hasta 1945. La “era de los imperios”, cedió su lugar un solo gran actor mundial, los Estados Unidos de América, la única nación en el globo con capacidad de influenciar a todo el orbe. Estados Unidos logró la máxima potencia gracias a su poderío “multisistémico”: la mayor potencia económica, la mayor potencia científico tecnológica, la mayor potencia militar y con la clase media más extendida y próspera del mundo. Todo ello bajo un sistema político sustentado en las libertades individuales. La Unión Soviética fue un adversario importante en el ámbito militar y geopolítico, pero no estuvo a la altura de ser la némesis perfecta. De ahí que los EE.UU. terminasen coaligando alrededor de sus intereses a todo occidente y aliados orientales y oceánicos. El resultado fue su triunfo sobre la Unión Soviética en el bienio 1989-1991.
“El fin de la historia” que anunció Fukuyama con optimismo en aquellos años resulta ahora una broma infantil. Ciertamente Estados Unidos tuvo una situación muy privilegiada a finales del siglo XX e inicios del XXI. Pero considerar que ese orden iba a permanecer indefinidamente es la demostración de la “fatal arrogancia” de los imperios. Pues China había aprendido de los errores del socialismo soviético. Una superpotencia no puede sustentar su poderío solamente en la fuerza militar y en la injerencia geopolítica. Necesita, al mismo tiempo, de una fortaleza económica sustentada en la evolución científico tecnológica y en una masiva movilidad social ascendente. Y eso aprendió China de la experiencia norteamericana.
Tras la debacle postsoviética de los años noventa, el nacionalismo ruso intentó replicar el experimento chino, centrando su aspiración hegemónica en el crecimiento de un capitalismo nacional a partir de sus enormes recursos energéticos, y tratando de modernizarse aprovechando la última globalización. Si hay algún “mérito” en Vladimir Putin, desde la perspectiva rusa, es haber reposicionado al país eslavo como actor global. De ahí que no es extraño que tenga sus propios intereses y conveniencias geoestratégicas. La guerra contra Ucrania está dentro de ese proceso.
Por otro lado, es evidente que los Estados Unidos y su variado entorno occidental, utilicen esta guerra para forzar una situación frente al enigma chino y a la beligerancia rusa. Es evidente que estamos frente a un proceso nuevo. Occidente no quiere perder lo que ha sido desde el siglo XVI, Rusia quiere incidir en su lógica nacionalista y China está en pos tomarle la posta a los Estados Unidos. Como en 1914 no hay un actor hegemónico. Y aquí hay dos caminos: o se instaura una paz convenida entre los imperios de nuestros días o se alzan los misiles nucleares.
Comparte esta noticia