Hace un par de días, en una de las conversaciones habituales que tengo con mi sobrino de ocho años por videollamada, mientras le preguntaba por los temas que le gustaría leer en sus próximos libros, su madre nos interrumpió y dijo intempestivamente: «sobre valores». Él, con una combinación de extrañeza y contrariedad, protestó: «no, sobre eso no». Me quedé escuchando el debate que surgió entre ellos y le pregunté a su mamá el porqué de su sugerencia. Me contó que, al salir del trabajo por la noche, había pasado por una pastelería para comprarle a mi sobrino unos alfajores —es algo así como un amante del manjar blanco— y, cuando llegó a casa y le mostró la sorpresa, él solo atinó a agradecer con desgano, porque, como él mismo indicó, pensó que se trataría de un pollo a la brasa —es algo así como un amante del pollo a la brasa y del pollo empanizado—. Su cuidadora, quien aún estaba con él, lo reprendió afablemente y le dijo que esa no era forma de mostrarle gratitud a su madre.
Al oír esta escena, como muchas veces nos pasa, se activaron algunos recuerdos de mi infancia, como si hubiese sido retrotraído hacia momentos familiares específicos. Tomé uno de ellos y, a modo de ejemplo de vida, se lo conté a mi sobrino. Empecé por aquella vez, cuando estaba por cumplir cinco años. Mi madre, muy atenta y cariñosa con mis deseos y caprichos, me preguntó qué quería para mi cumpleaños. De forma muy general, —porque, claro, un niño, a esa edad, no suele considerar la especificidad de las descripciones— le dije que quería un «tortuninja». El mismo día de mi celebración, mi madre regresó del trabajo (cansada ella por cumplir con su labor ardua, pero comprometida, de enfermera en un hospital atestado de pacientes) con un disfraz de «tortuninja». Al abrir el regalo, a causa de mis expectativas altas y de mi egocentrismo infantil, lo que debió ser un agradecimiento se tornó en crítica y demanda despreciativa —básicamente, muecas de desacuerdo y fastidio, y frases del tipo «esto no es lo que pedí»—. No recuerdo bien qué pasó entre ese instante y la fiesta con mi familia, amigas y amigos, pero algo que sentí por el gesto que ella había tenido conmigo y por cómo me había comportado me motivó a vestirme como un «tortuninja», a disfrutar de la fiesta y a amar aún más a mi madre.
Luego de escuchar esta anécdota pedagógica, mi sobrino y yo conversamos sobre la importancia de la gratitud. En un lenguaje comprensible para su edad, pude explicarle que, cuando alguien realiza alguna acción por y para nosotros, no es que el agradecimiento repose en el objeto regalado per se o en el beneficio que obtengamos, porque, si nos quedamos en ese nivel, solo estaríamos respondiendo por el placer que nos es generado, lo que se traduce en comportamientos egoístas, egocéntricos y narcisistas. Lo que importa realmente, como le comentaba, son los símbolos que se escoden detrás, por ejemplo, el esfuerzo que la persona ha destinado, el vínculo que está intentando preservar y alimentar, el gesto de cuidado y la lealtad. En algunas ocasiones, las personas que más queremos dejan de realizar actividades personales que les son sumamente gratificantes tan solo para acompañarnos o ayudarnos, evitan comprar objetos que desean para poder darnos eso que saben que nosotros valoramos o, incluso, se exigen físicamente para no desfallecer por la falta de energía al buscar ese regalo que están seguros nos va a encantar (como mi madre).
Lo que agradecemos, entonces, no es lo material o el resultado que se produce, sino el altruismo, la cooperación, el afecto y la unión, todos componentes de lo que se denomina el «cerebro social», aquella red de estructuras neuronales que sustentan nuestra capacidad para vivir en grupos y en sociedad. De hecho, cuando agradecemos y sopesamos todas las razones por las que una persona realiza sacrificios por nosotros, estamos haciendo uso de nuestra empatía y de la habilidad para pensar en el estado emocional del otro. Un regalo, desde esta misma línea, se convierte en un símbolo de las más altas capacidades cerebrales, puesto que nos revela eso que nos hace humanos. Y la gratitud ni qué decir.
Las y los invito, con esta columna, a pensar en todas esas veces que alguien ha hecho algo por ustedes para que puedan descifrar los símbolos que hay detrás y, quizás, si lo consideran así, puedan agradecerle.
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