El proyecto suponía una ruptura con el modelo tradicional de fútbol europeo, basado en una estructura piramidal de competición y donde los méritos deportivos determinan la fase que alcanza cada equipo.
La Superliga ha revolucionado el fútbol aunque apenas haya durado 48 horas.
El proyecto suponía una ruptura con el modelo tradicional de fútbol europeo, basado en una estructura piramidal de competición y donde los méritos deportivos determinan la fase que alcanza cada equipo. Muy al contrario, la Superliga postulaba seguir el modelo americano, con un torneo cerrado en el que quince equipos tendrían plaza fija, independientemente de su rendimiento deportivo, y otros cinco entrarían cada temporada por invitación.
¿Por qué una Superliga europea?
La primera causa está en el cambio en la propiedad de los equipos. En Inglaterra, donde los equipos estaban organizados como sociedades mercantiles, en la década de los 80 del siglo pasado se eliminaron las restricciones al reparto de beneficios. Eso equiparó a los clubes con cualquier otra empresa del país. Por esa misma época, en el resto de países la mayoría de los clubes controlados por socios se convirtieron en sociedades anónimas.
Originalmente las acciones de los equipos estaban en manos de aficionados o de empresarios locales. Luego se fueron incorporando a la propiedad inversores extranjeros (estadounidenses y asiáticos), que buscaban obtener una rentabilidad similar a la de los deportes profesionales en EEUU.
El punto clave de la Superliga es que en el sistema americano no hay descensos y, por tanto, hay menos incertidumbre en los ingresos. Tampoco hay competencia en los fichajes dado que todos los miembros de las ligas acuerdan los salarios y la distribución de los jugadores, con el fin de controlar los gastos. Algo que no ocurre en el actual sistema europeo.
Los grandes equipos devoran a los pequeños
La segunda causa ha sido la desigualdad entre equipos. A lo largo de su historia la Copa de Europa (ahora Champions League) había sido ganada por equipos de ligas grandes y pequeñas (Rumania, Escocia, Portugal, Holanda). Pero en los últimos 15 años solo la han ganado equipos de las cuatro mayores ligas europeas (España, Inglaterra, Italia y Alemania). Algunos de los motivos de esta desigualdad son:
La sentencia de la justicia comunitaria sobre el caso del jugador belga Jean Marc Bosman, que declaró ilegal discriminar a los jugadores profesionales entre nacionales y originarios del resto de países de la Unión Europea. Esto supuso que los equipos con mayores recursos pudieran contratar a aquellos jugadores con mayor talento sin limitaciones por nacionalidad.
El desarrollo de la televisión por satélite e internet acabó con el oligopolio de los operadores de televisión nacionales. Una mayor competencia, y la posibilidad de transmitir un mayor número de partidos, incrementó el valor de los derechos de retransmisión. Unos derechos que se hicieron más caros en los países con más población y que, además, se negociaban con las televisiones de otros países. Esto generó más ingresos a las ligas de mayor tamaño y las ligas más pequeñas no pudieran aprovechar ese crecimiento.
Otro factor de desigualdad fue la creación de la Champions League en sustitución de la Copa de Europa. La nueva competición multiplicó el número de partidos y los ingresos generados. Al permitir la participación de varios equipos de cada liga nacional, aquellos provenientes de ligas más grandes y con mayor presupuesto se fueron imponiendo a los equipos de las ligas más pequeñas. Así, los grandes equipos han sumado los ingresos por pertenecer a una liga mayor y los derivados de su participación en la competición continental.
Mucho dinero pero mal repartido
Todos estos factores han hecho que, en los últimos años, un número limitado de equipos acumulen la mayor parte del dinero generado por el fútbol europeo.
Los 20 mayores clubes controlan el 41% del total de ingresos en Europa. Y todos pertenecen a las cinco grandes ligas (España, Inglaterra, Francia, Italia y Alemania). Los 78 equipos restantes de esas grandes ligas se reparten un 33%, mientras que los más de 3 000 equipos del resto de competiciones apenas logran un 26%.
Un puñado de equipos han alcanzado una potencia económica sin parangón en la historia del fútbol, lo que les otorga un poder de negociación enorme ante los organismos federativos y el resto de los equipos.
El interés por tener una liga de fútbol cerrada nace, pues, de la conjunción entre un puñado de equipos poderosos y unos propietarios que buscan obtener la mayor rentabilidad posible para sus inversiones. Mientras que los clubes que no son propiedad de inversores fueron seducidos con la idea de que la nueva competición solventaría sus dificultades económicas.
Las voces contrarias a la Superliga
La enorme presión de aficionados, federaciones y gobiernos ha hecho caer la propuesta de una Superliga en Europa. Las razones para una oposición tan enconada desde frentes tan distintos tiene varias razones.
La primera es la idea misma de acabar con la estructura piramidal de la competición en la que, como principio, todos los equipos podrían acceder a las fases finales de la competición. Aunque en realidad ese acceso ya está limitado por las diferencias económicas entre clubes.
Además, se elimina el atractivo de toda la pirámide de competiciones, en la que las ventajas de las categorías se diluyen según se llega a las fases finales. Otros damnificados del proyecto habrían sido la propia UEFA y las federaciones nacionales, que obtienen importantes ingresos de las competiciones que organizan.
Un gran número de perjudicados genera suficientes motivos para intentar detener un proyecto como el de la Superliga.
El poder del jugador número 12
Uno de los errores de los promotores de la iniciativa ha sido infravalorar el vínculo de los aficionados con sus equipos y con las competiciones actuales.
En el deporte estadounidense muchas veces los aficionados están más vinculados a los equipos universitarios que a los profesionales. En Europa, el fuerte nexo emocional de los aficionados con sus equipos ha sido una fuente de negocio para los propietarios, pero ahora ha sido un importante freno a sus aspiraciones de cambiar la competición.
El gobierno británico ha manifestado que podría hacer cambios legislativos, que otorgasen a los aficionados un papel en la gestión de los equipos de fútbol. Esto supondría revertir los efectos de los cambios en la propiedad realizados hace décadas y que apartaron a los seguidores de la gestión de los clubes. Este cambio sería una gran amenaza para los propietarios, que tendrían que compartir el poder de decisión con los aficionados.
Paradójicamente, un proyecto con el que trataban de ganar más poder, deshaciéndose de la UEFA y las federaciones, puede acabar por quitarles parte del control sobre sus propios equipos.
Por otra parte, el planteamiento inicial de la Superliga partía de dos debilidades:
La primera es que no estaban incluidos todos los grandes equipos europeos, dado que no se incorporaban los de las ligas francesa y alemana. Esto hacía que no se pudiera considerar un cartel o monopolio tan fuerte como el de las ligas norteamericanas.
La segunda es que, de los 20 participantes estipulados solo existía el compromiso de 15, con la consiguiente incertidumbre.
¿Renacerá de sus cenizas?
Aunque se logre un acercamiento entre propietarios y aficionados, y estos vuelvan a tener un papel en la gestión de los equipos, sigue vigente la otra razón por la que se proyecta una Superliga europea.
La creciente desigualdad entre los equipos está haciendo más predecibles las competiciones, tanto las nacionales como las continentales. Y esta situación no es buena y tiende a empeorar.
La iniciativa de Superliga no ha tenido éxito por ahora y, probablemente, la actual propuesta de reforma de la UEFA tampoco vaya a resolver el problema.
Será por tanto necesario el planteamiento de una nueva alternativa, pero siempre con respeto hacia el modelo europeo de competición, en el que cuenta la participación de los aficionados y donde la competición es abierta e integrada para todos los países del continente.
Luis Carlos Sánchez, Profesor de Economía, Universidad de Oviedo
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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