Los padres pueden convertir la experiencia escolar o universitaria en un verdadero suplicio, al punto indeseado de hacer colapsar el deseo de aprender y generar indisciplina e inconstancia en el estudio.
Lamentablemente estas primeras experiencias negativas pueden llevar a diferentes escenarios, en los cuales los hijos pueden:
1. mostrarse obedientes y aceptar esta presión.
2. anular absolutamente su vida social para cumplir con sus padres.
3. iniciarse en el consumo de bebidas energizantes y eventualmente drogas.
4. seguir carreras por las que no experimentan ningún interés y por lo mismo nunca finalizan.
5. hacerse expulsar sistemáticamente de las instituciones educativas.
6. desarrollar una personalidad indecisa y temerosa de equivocarse.
Aquellos padres y madres desesperados porque sus hijos e hijas ocupen los primeros puestos en el colegio, muchas veces, sólo ven en ellos simples máquinas de resultados que se expresan en buenas calificaciones, sin considerar otros aspectos y minimizando el valor que la formación y el ambiente familiar puede hacer por ellos.
Es posible que estos niños y jóvenes se hayan convertido a ojos de sus progenitores en bienes para presumir y levantar la envidia de familiares y amigos; esta lamentable situación es alentada por las instituciones y profesionales de la educación que ven en este deseo desmesurado de los padres un medio para lucrar. De esta manera, se llega a instalar en el imaginario colectivo y en el discurso marketero que inunda los medios en las semanas previas al inicio del año escolar, como una verdad irrefutable, el que todos pueden ser genios en potencia, cuyo despegue sólo necesita una buena motivación y la infraestructura adecuada para desarrollar toda la productividad de sus dos hemisferios cerebrales.
El éxito, en este contexto, es entendido como una meta que se debe alcanzar satisfactoriamente en un escenario de competencia feroz y no el más adecuado de una comunidad de aprendizaje formada por alumnos, padres y profesores. Se estimula ser el mejor, mientras se buscan incesantemente medios para acelerar el aprendizaje y ahorrarse tiempo, esfuerzo… y dinero en el camino, desestimando lo que el niño y niña desee, sobre estimulándolo abusivamente, a la vez que se restringen las horas de juego y ocio, elementos fundamentales de la vida infantil.
Los hijos e hijas sometidos a estas severas condiciones de estudio, suelen coincidir en considerar que sus padres no se equivocan pues son ellos mismos quienes están fallando, y lo que es más dramático, están fallándoles a ellos y a los ideales que se han forjado sobre su futuro. Esto implica en algún punto la enorme fragilidad de quien en verdad sólo es un niño o niña que quiere ser aceptado por lo que es.
Los efectos de esta situación son niños y jóvenes sin firmeza y desconfiados de sus propias capacidades; o todo lo contrario personas indiferentes a su entorno, que ven a sus compañeros en su calidad de adversarios, con una confianza desmedida abonada por instituciones y maestros complacientes para quienes son sólo clientes a quienes deben satisfacer. El descalabro es inminente.
Obviamente, estamos hablando de casos extremos, no de aquellos en los que prudentemente se incentiva y acompaña a los hijos en sus estudios.
Considerando todo lo dicho, y a puertas de un nuevo año escolar, debemos estar dispuestos a evaluar objetivamente nuestra posición como padres y reconocer que tal vez exigimos a nuestros hijos logros que, más allá de superar sus posibilidades, desnaturalizan los objetivos de la educación. Si es así, por qué insistir tercamente. Pensemos, si esa exigencia está orientada al bienestar de nuestros hijos o responde a nuestra propia necesidad de reconocimiento, es decir, es un problema de los padres o de los hijos. Reflexione honestamente: qué emociones está poniendo en juego con esas rígidas imposiciones en el estudio.
Aporte brindado por la Dra. Dunia Samamé – psicoanalista
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Especialidad: Psicoterapia especialista adolescentes, jóvenes y adultos.
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