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Los abrazos rotos, la paradójica pasión de Pedro Almodóvar

Una de las películas más ostentosas y menos precisas de Pedro Almodóvar, que pone tanta pasión que obstaculiza el habitual fluir de su celuloide.

Entre la presión de la expectación y la sobreinterpretación que se aplica a los que ya han demostrado ser genios, Los abrazos rotos acaba siendo una de las películas más ostentosas y menos precisas de Pedro Almodóvar, que pone tanta pasión que obstaculiza el habitual fluir de su celuloide.

Almodóvar quedó impresionado por la muerte de Deborah Kerr. Le hizo reflexionar sobre esa "complejidad, riqueza, intensidad y sentido del humor" que "habitaban bajo su aparente discreción", reconocía en su blog. Él rompió moldes con su exhibicionismo, pero anhela ahora la sutileza de lo menos visible.

La Mala Educación (2004) era pura desnudez terapéutica y dividió opiniones. Volver (2006), sin dejar de ser curativa, fue una obra maestra de la sencillez.

A medio camino queda Los abrazos rotos, la enrevesada historia de amor entre un director de cine y una actriz casada con el productor: hay pasión por el exceso folletinesco, pero hay un notable esfuerzo por el detalle.

Los abrazos rotos, con su mezcla de melodrama, cine negro y metacine, se detonó por una foto en la se coló una pareja sin que su autor fuera consciente. La belleza afloraba allí, inadvertida en medio de un paisaje espectacular.

La película propone el mismo -y exigente- juego al espectador: por encima del torrente melodramático de su sinopsis, de ese mecanismo más eficaz que brillante, su encanto debería entrar de refilón, sólo para el observador más avispado. Su director pide que la película "se entienda y emocione".

A veces, como al protagonista de la cinta, el director de cine ciego interpretado por un sólido Lluís Homar, la película insta a aprender a leer el séptimo arte palpándolo, tocando sus concavidades como si fuera lenguaje braille.

Pero, entre los numerosos referentes de la película, quizá habría que citar también el cuento de Andersen El traje nuevo del emperador. ¿Qué esconde exactamente la complejidad argumental de "Los abrazos rotos"? ¿Hay que mirarla como una película que insinúa más que cuenta, a pesar de todo lo que cuenta?

El exceso de trama no solía ahogar a los personajes, pero esta vez Lena -espectacular Penélope Cruz-, Mateo -o su desdoble Harry- y Judith -demasiado intensa Blanca Portillo- no acaban de salir a flote.

Dan puntuales bocanadas de verdad, de angustia y de vida, pero llevan piedras en los bolsillos en forma de brillantez estética y de homenaje cinéfilo hasta que la película queda anclada en un nivel aséptico. Sus frases con vocación antológica se elevan tan por encima de la profundidad real de la película que pierden intensidad.

Por supuesto, un Almodóvar en horas bajas sigue siendo un cine de calidad. Emergen pequeñas maravillas con sus digresiones, con sus homenajes a Notorious, de Hitchcock, o Viaggio in Italia, de Rossellini, o con su humor que, como contrapunto al melodrama, mantiene la fuerza y la frescura habituales.

Las cotas de éxtasis esteta que está alcanzado la relación con su musa Penélope Cruz confirman su calidad de orfebre visual. Y las someras reflexiones sobre la paternidad, la purga, la ambición y el deseo, son gustosas píldoras que apuntan el devenir de las inquietudes del genio en medio de una de sus obras menos geniales.

Y es que si Almodóvar consiguió sobrevivir al paso de los años y al reconocimiento universal fue gracias a una exquisita sensibilidad superior a cualquier género, que cohesionaba lo más inverosímil y que posee una delicadeza única.

Por eso sorprende que, tras dotar de matiz y de humanidad en Hable con ella a un personaje que violaba a una mujer en coma e hilar con una pata de jamón su reivindicación del ama de casa en Qué he hecho yo para merecer esto, no consiga la empatía hacia sus nuevas criaturas, mucho más mundanas.

Y así, el gran problema de Los abrazos rotos es que, a pesar de sus autohomenajes, de sus musas y de los ejes clásicos de su filmografía, pesa sobre en ella una gran ausencia: la del propio Pedro Almodóvar. Aquél que sabe acercarse a la emoción por los caminos más heterodoxos y que acostumbraba a ofrecer raciones más generosas de su mejor cine.

 

EFE


 


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