Hasta el mismo Jesús se extraña de que los hombres compliquen tanto el perdonar los pecados cuando para Dios es lo más fácil y lo que mejor sabe hacer.
Confieso que aún no logro entender por qué nosotros ponemos las cosas tan difíciles cuando Dios las suele poner tan fáciles. Una de las señales del verdadero amor es hacer fáciles las cosas y no complicarlas. La experiencia nos lo dice cada día. Cuando amamos todo nos parece normal y fácil. Cuando dejamos de amar, hasta lo fácil nos resulta difícil.
Nada más presentarle el paralítico, lo primero que Jesús le dice es: “Hijo, tus pecados quedan perdonados”. ¡Qué curioso!
Nadie se lo llevó para que le confesase.
Nadie se lo llevó para que le perdonase los pecados.
Sino para que lo curase de su parálisis.
Pero como siempre, Jesús comienza por sanar el corazón.
Luego será fácil sanar el cuerpo.
Pero ahí están los escribas, los “aguafiestas de la vida”, los que se dedican a complicarlo todo, para comenzar a escandalizarse. Eso de perdonar pecados solo le corresponde a Dios. ¿Cómo es que Jesús perdona los pecados cuando no es sino un hombre como cualquier otro?
Y hasta el mismo Jesús se extraña de que los hombres compliquen tanto el perdonar los pecados cuando para Dios es lo más fácil y lo que mejor sabe hacer.
La pregunta sigue siendo válida también hoy.
¿Se pueden perdonar los pecados?
¿Quién puede perdonarlos?
¿Sólo el sacerdote puede perdonar los pecados?
Si el sacerdote es pecador como los demás, ¿cómo puede perdonar los pecados?
Mi respuesta quisiera ser la misma de Jesús:
Solo el amor es capaz de perdonar.
Sólo puede perdonar aquel que ama al hermano.
Dios nos perdona porque nos ama.
Dios perdona gratuitamente porque nos ama.
Y todos estamos llamados a amar.
El amor es la esencia de Dios y también la esencia del creyente.
Todos necesitamos amar. Y por tanto:
Todos estamos llamados a perdonar.
El sacerdote perdona por su poder ministerial.
Pero tiene que perdonar amando.
Perdona Dios a través de él y perdona él porque también él ama.
No se puede ser ministro del amor sino amando.
No se puede ser ministro del perdón sino perdonando.
Pero el perdón de los pecados no es exclusividad del sacerdote.
Todos estamos llamados a perdonar pecados:
Los esposos están llamados a perdonarse mutuamente.
Los padres están llamados a perdonar a sus hijos.
Los hermanos están llamados a perdonarse unos a otros.
Los vecinos están llamados a perdonarse.
Los políticos están llamados a perdonarse.
Ricos y pobres están llamados a perdonarse.
Todos debiéramos sentirnos un poco penitentes y confesores.
De alguna manera, todos ejercemos esa función sacramental del perdón.
No será la confesión sacramental que brota del ministerio, pero sí la confesión y el perdón que brota del sacramento del amor y de la oración por el pecador.
Santiago en su Carta nos dice: “Confesaos, pues, mutuamente vuestros pecados y orad unos por otros, para que seáis curados”. (St 5, 16) E incluso habla de esa dimensión de conversión y salvación: “Si alguno de vosotros, hermanos míos, se desvía de la verdad y otro le convierte, sabed que el que convierte a un pecador de su camino desviado, salvará su alma de la muerte y cubrirá multitud de pecados”. (St 5,19-20)
Y en el Evangelio de Mateo leemos: “Si tu hermano llega pecar, vete y repréndele, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma todavía contigo a uno o dos, para que todo quede zanjado por la palabra de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad”. (Mt 18,15-17)
Hemos insistido mucho, y con toda razón, sobre la confesión sacramental que ejerce el ministerio sacerdotal, pero nos hemos olvidado de que, por el bautismo, todos tenemos mucho de confesores y todos tenemos mucho de ese ministerio de la caridad que es el perdón.
Clemente Sobrado C.P.
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