Mujer, tu dignidad, tus derechos y tu verdadero lugar en el misterio de la salvación, están reconocidos por el mismo Dios.
Era una mujer del pueblo. La conocían como Myriam. Tal vez era lo único que conocían de ella. Las mujeres tienen la capacidad de pasar desapercibidas.
Hubo dos miradas que la sacaron del anonimato.
De ese anonimato de las mujeres que cada mañana van con su cántaro a la fuente. Fue la mirada de José que en su corazón la eligió como esposa.
Y fue la mirada de Dios que le escogió como a la madre de su Hijo.
Aquella mañana Myriam había acudido con su cántaro a la fuente como todas las mañanas. Era una mañana como cualquier otra. La sorpresa llegó luego inesperadamente, cuando el Angel entró en silencio junto a ella y la saludó con el saludo de Dios. “Alégrate Myriam, eres la llena de gracia, le has caído muy bien a Dios porque estás llena de gracia, y te pide prestado tu seno virginal, para en él encarnar a su Hijo”.
En ti se va a hacer el milagro de la vida.
El milagro del Espíritu Santo que fecundará tu seno virgen y te convertirá en Madre.
No importa lo del varón.
Dios no necesita de varones para llevar a cabo la encarnación de su hijo.
Pero sí te necesita a ti.
Es a ti, a quien Dios ha elegido para ser el altar de la primera eucaristía de la historia. La eucaristía que transforma la humanidad en carne de Dios.
Más tarde será la eucaristía del pan.
Ahora es la eucaristía de la carne humana de Dios.
Y uno se queda admirado ante la maravilla de una mujer sencilla, convertida en la mujer-madre del Dios “hecho carne”.
Y ahora no entiendo que sea precisamente la mujer la que esté prohibida de ser también la mujer “de la eucaristía del pan”.
Puede ser la mujer de la “eucaristía del Dios que se humaniza”, pero no puede ser la mujer del Dios que “se encarna en el pan y el vino”.
Ella fue la que hizo realidad la “plenitud de la promesa”.
En su vientre comenzó Dios a saber lo que era ser inquilino, nueve meses, en el cuerpo de una mujer.
Y de su cuerpo virginal, Dios pasaría a hacer la experiencia de una cuna que era un pesebre, donde todo olía a heno, donde todo olía a pobreza de pastores.
Dicen que para ti, mujer, está vedado el “sacerdocio ministerial” que consagra el pan y el vino y los hace carne y sangre de eucaristía.
Y sin embargo, tu mayor sacerdocio fue convertir la condición humana en carne de Dios, en sangre de Dios, para la salvación del mundo. Por eso, tu Hijo se llamará Jesús.
Tal vez, la encarnación sea la mejor expresión de eso que sutilmente nosotros hemos calificado de “sacerdocio común de los fieles”, ya que las mujeres no pueden pretender el “sacerdocio ministerial” de los hombres.
Un “sacerdocio común”, nacido del bautismo, y opacado y casi olvidado y absorbido por el “sacerdocio ministerial”. Pero ambos “sacerdocio”.
Por ese “sacerdocio común”, una mujer consagró en su seno la “humanidad en cuerpo del Hijo de Dios” al que “pondrás por nombre Jesús”.
Por el “sacerdocio ministerial”, los hombres ordenados, consagran en sus manos, el “pan en el cuerpo” de Jesús.
El “sacerdocio ministerial” nos lo regala Dios a través del ministerio de la Iglesia y la ordenación sacerdotal.
El “sacerdocio común” nos lo regala Dios a través del Bautismo.
El “sacerdocio común” de María se lo regaló Dios mediante el anuncio del Angel y la acción del Espíritu Santo, que la “cubriría con su sombra”.
Por el “sacerdocio común” una mujer hizo presente a Dios en la carne humana. “El Verbo se hizo carne”.
Por el “sacerdocio ministerial”, un sacerdote hace presente a Dios en un pedazo de pan y un poco de vino.
Anunciación y encarnación son la mejor revalorización de la mujer por parte de Dios.
La saluda con saludo personal y único.
La reconoce como “la llena de gracia”.
La que le cae bien a Dios.
La reconoce como a su “elegida”.
La reconoce en su libertad pidiendo su consentimiento.
La convierte en el comienzo de la plenitud de los tiempos y de la promesa.
Mujer, tu dignidad, tus derechos y tu verdadero lugar en el misterio de la salvación, están reconocidos como, la Carta de los derechos de la Mujer, firmada por el mismo Dios y sellada por el Espíritu Santo y publicada en el nacimiento de tu Hijo Jesús en la Navidad.
Clemente Sobrado C.P.
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