En el contexto del baile, la música activa a nivel cerebral procesos de empatía, modifica estados de consciencia y aviva sentimientos que tienen sus raíces en nuestra historia evolutiva y cultural.
Es escuchar la música que nos gusta y notar como, casi sin poder remediarlo, empezamos a mover la cabeza a un lado y a otro. Y si no es la cabeza, es un pie dando golpecitos en el suelo al ritmo de la canción. Pues bien, si en lugar de quedarnos ahí nos lanzamos a bailar, tanto el cuerpo como la mente salen muy bien parados.
Los resultados de numerosas publicaciones científicas sugieren que actividades como jugar al tenis, nadar, correr, andar, montar en bicicleta o bailar, entre otras, pueden contribuir a reducir el riesgo de trastornos cardiovasculares, ayudar a controlar nuestro peso, o modular los síntomas de estrés y depresión. También se ha detectado cambios cerebrales en términos de incrementos en la materia blanca y gris cerebral lo que, a su vez, podría conllevar un mejor funcionamiento cognitivo general.
En concreto, las personas que practican deportes aeróbicos de forma prolongada en el tiempo parecen mejorar su memoria y ciertas funciones ejecutivas como la capacidad de resolver problemas o inhibir información irrelevante de manera más eficaz. Estos cambios conductuales han sido asociados a modificaciones en las regiones temporal y frontal de nuestro cerebro, que comienzan a ser visibles a los seis meses del comienzo de la práctica deportiva.
Por suerte, existe una amplia variedad de ejercicios aeróbicos para elegir el que más se adapte a nuestras condiciones físicas o incluso económicas. Uno de ellos, ya lo hemos visto, lo practicamos casi sin querer en cuanto suena una canción que nos gusta: bailar.
Los menos habilidosos se limitan a mover alguna parte de su cuerpo al ritmo de la música, y los más atrevidos pueden incluso realizar gráciles piruetas y vistosos giros corporales. Los hay que van más allá y se apuntan a clases de flamenco, de danza, de baile de salón, de salsa o de break dance. Lo importante es bailar como nos guste, como nos motive, al ritmo de la música que nos haga vibrar, solos, solas, en pareja o en grupo.
El baile, más que actividad física
¿Por qué es importante? Básicamente porque los beneficios del baile son múltiples y casi inmediatos. Para empezar, nos sentimos bien y orgullosos de nosotros mismos cuando somos capaces de unir dos pasos seguidos sin tropezar. Puede que para nuestro profesor o profesora de baile no sea ninguna proeza, claro, ¡qué fácil resulta cuando se llevan años de práctica! ¿Verdad? Pero a los noveles les requiere mucha atención: hay que coordinar los movimientos, el ritmo, no pisar al compañero o compañera, y, si se puede, acompañarlo de una sonrisa.
Por otro lado, las personas mayores que bailan mejoran el sistema de control postural, lo que se refleja tanto en el equilibrio como en la marcha. Es importante porque, a medida que pasan los años nuestro sistema de control del equilibro cambia, incrementándose los tiempos de reacción y reduciéndose la efectividad de nuestras estrategias motoras de control postural.
Existen numerosas evidencias que indican que la práctica de ejercicio físico, entre ellos el baile, mejora nuestra fuerza y resistencia muscular, nuestra motricidad y reduce la probabilidad de sufrir caídas.
Nuestro cerebro cambia bailando
Bailar requiere, entre otras habilidades, focalizar nuestro sistema atencional en la actividad que vamos a desempeñar, mantener en nuestra memoria de trabajo las instrucciones, recordar secuencias previas de movimientos y poner a prueba nuestra capacidad de coordinación motora. En un estudio reciente demostramos que este conjunto de factores refuerza la percepción y la memoria espacial, además del funcionamiento ejecutivo de la persona, que incluye el pensamiento flexible y el autocontrol.
Por otro lado, algunos investigadores han demostrado que el baile resulta más beneficioso que la práctica de ejercicio físico repetitivo para inducir plasticidad cerebral en las personas mayores. Concretamente se comparó la práctica de baile incluyendo nuevas y cada vez más complejas coreografías, con la práctica de ejercicio físico repetitivo, bicicleta estática y otras actividades con las mismas demandas cardiovasculares que el baile. Si bien todas las actividades mejoran tanto la salud física como cognitiva, los resultados mostraron que el baile genera cambios cerebrales más amplios.
Tampoco hay que perder de vista los aspectos sociales. En la mayoría de los casos, el baile implica el contacto con otra u otras personas. Por lo tanto ponemos en marcha todos los procesos de detección y procesamiento de estímulos sociales, que son muy demandantes en términos cognitivos.
Tanto es así que se hipotetiza que el cerebro humano ha evolucionado en gran medida gracias a las presiones provenientes de ambientes sociales complejos.
Y, finalmente, está la música… Ese conjunto de sonidos complejo y estructurado que activa tanto procesos perceptivos y cognitivos como a nuestra emoción. La ciencia ha puesto de manifiesto que todas aquellas actividades de ocio asociadas a la música aportan beneficios cognitivos y emocionales .
En el contexto del baile, la música activa a nivel cerebral procesos de empatía, modifica estados de consciencia y aviva sentimientos que tienen sus raíces en nuestra historia evolutiva y cultural. Tanto es así que se puede entender que precede al lenguaje como una forma primaria de comunicación.
Cuando se emplea el baile como una forma de estimulación a personas mayores, inmediatamente da fruto. Se observan beneficios cognitivos, físicos, emocionales y sociales. No parece poco para una actividad tan sencilla y en la que los cambios acontecen a los pocos meses de iniciarse en su práctica.
Siendo así, ¿por qué esperar? ¿Bailamos?
José Manuel Cimadevilla, Catedrático de Psicobiología, Centro de Investigación en Salud, Universidad de Almería y Carmen Noguera Cuenca, Profesora del Departamento Psicología/ Psicología Básica. Grupo de investigación HUM-891 Investigación en Neurociencia Cognitiva, Universidad de Almería
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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