A veinte años de la desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, aún hay cierta añoranza en la sociedad y la política rusa por el desaparecido imperio.
Veinte años después de que el rechazo popular frustrara la asonada involucionista llamada a salvar a la URSS, la nostalgia por el imperio perdido reina en la sociedad y la política de la Rusia construida por Vladímir Putin.
"La desintegración de la URSS fue una de las mayores catástrofes geopolíticas del siglo XX", declaró Putin aún siendo presidente de Rusia.
Aquella declaración confirmaba a nivel político todo un proceso que comenzó con la restauración del himno soviético, suprimido tras la caída del comunismo, y que alcanzó su punto máximo con la "lucha contra la tergiversación de la historia".
Esa campaña, proclamada por el sucesor de Putin en la Presidencia, Dmitri Medvédev, iba dirigida principalmente contra los antiguos aliados del bloque soviético que osaron comparar las barbaridades del estalinismo con los crímenes de la Alemania nazi.
No obstante, de rebote llegó a manifestarse en escándalos anecdóticos en Rusia misma, como la decisión de las autoridades moscovitas de forzar el cambio de nombre de un chiringuito que por estar situado frente al hotel "Sovétskiy (soviético)" había asumido el nombre de "Antisoviétski (antisoviético)".
Las autoridades explicaron su decisión por las protestas de los veteranos, que denunciaron ese intento de "denigrar el pasado", pero de inmediato fueron atacadas por los antiguos disidentes, que intentaron demostrar que la historia reciente no solo la hicieron los soviéticos sino también los antisoviéticos.
Su lucha fue inútil e incluso peligrosa: los movimientos juveniles oficialistas lanzaron toda una campaña de acoso contra los "denigradores de la historia" y poco después el escándalo desapareció a la sombra de otro nuevo, la reaparición del nombre del dictador soviético, Iosif Stalin, en los impresionantes murales recién restaurados del metro de Moscú.
Mientras, en las radios, la televisión y las discotecas se imponían las olvidadas melodías de los tiempos soviéticos, hasta el punto de que durante varios años consecutivos el programa más popular de Noche Vieja fueron "Las viejas canciones sobre lo esencial", arreglos de los grandes éxitos que sonaron entre las décadas de 1930 y 1980.
En las calles se imponían las camisetas con las casi olvidadas siglas CCCP (URSS) y las copias de célebres carteles de la propaganda soviética competían con los omnipresentes Gucci y Dolce&Gabbana y, como no, el Che Guevara.
Simultáneamente, iba a menos el anhelo de democracia que marcó la turbulenta década de 1980 y que frustró la asonada involucionista de agosto de 1991.
Primero cayó el prestigio del Parlamento, cuyas sesiones a finales de los ochenta ganaban en audiencia televisiva a los mejores partidos de fútbol pero cuya disolución a cañonazos en octubre de 1993 prácticamente no encontró oposición en la sociedad rusa.
Luego llegó la hora del Gobierno, pues todos entendían que el mango de la sartén está en el Kremlin, y es allí y no en los respectivos ministerios donde se deciden las cuestiones de defensa, política exterior o economía.
Y por último, parece haber llegado la hora de la Presidencia: para la mayoría de los rusos, según las encuestas, quien manda en el país es el primer ministro, Putin, y no el jefe del Estado, el presidente Medvédev.
De este modo, lo importante vuelve a ser la persona y no el cargo, igual que en los tiempos de Stalin.
Como resultado, en los últimos cinco años, según una encuesta del Centro Levada, el número de partidarios de la democracia en Rusia ha caído del 67 al 57 por ciento.
La mitad opina que en Rusia la democracia debe ser "distinta a la de otros países", mientras que sólo el 29 por ciento quiere que sea similar a la de Europa y Estados Unidos, y el 16 por ciento desea que "sea como en la Unión Soviética".
-EFE-
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