Antes de la confirmación del primer caso en nuestro país, observábamos a la distancia el desarrollo de la epidemia en China y la rápida expansión del virus en países asiáticos y europeos. Pero desde el viernes se trata de una realidad que nos concierne a todos.
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La llegada del coronavirus constituye un desafío a nuestro sistema sanitario, pero también una prueba de fuego sobre la eficiencia del Estado y la madurez de nuestra sociedad, es decir de cada uno de nosotros. Antes de la confirmación del primer caso en nuestro país, observábamos a la distancia el desarrollo de la epidemia en China y la rápida expansión del virus en países asiáticos y europeos. Pero desde el viernes se trata de una realidad que nos concierne a todos, en nuestras familias, nuestros barrios, centros de trabajo, escuelas, vehículos de transporte público y en la realización de nuestras actividades diarias. Por supuesto que el Estado es el principal responsable de tres tareas igualmente necesarias: informar de manera oportuna y veraz a la población, preparar los dispositivos preventivos y cuidar a las personas contaminadas. Como enseña la historia de la medicina y la excepcional contención del cólera en 1991, las sociedades pueden salir mejoradas después de hacer frente a una epidemia. Al fin y al cabo, el mestizaje americano comienza con la llegada de los españoles que provocaron sin saberlo una “agresión microbiana” contra la población originaria, que causó que en dos generaciones se redujera el número de habitantes a una décima parte de lo que era en 1532.
Pero ahora vivimos en tiempos de globalización de los intercambios humanos y también de la información. Por eso conocemos con detalle lo que China hizo con éxito para limitar el número de casos de infección y consiguientemente el número de muertes. Y conocemos las cuarentenas y suspensión de clases escolares impuestas por Italia, los mecanismos de control de aeropuertos en Estados Unidos, la prohibición de reuniones en Francia, etc. Hemos tenido tiempo para prepararnos y para saber que lo peor que se puede hacer es ocultar o distorsionar la información, porque eso fomenta las especulaciones, atiza las hostilidades políticas y refuerza las teorias conspiracionistas. Lo hemos visto en Italia, donde el exministro Mateo Salvini responsabiliza a los migrantes africanos, pese a que en África casi no hay casos de coronavirus. Lo hemos visto también con la demagogia de corrientes populistas y sus medios internacionales de comunicación que atribuyen el problema a la comida propia de los chinos.
En el Perú todos tenemos que comprometernos a evitar que nos divida la amenaza sanitaria que enfrentamos. Y para eso, el primer paso es tener información precisa de lo que se está haciendo en los aeropuertos y hospitales. ¿Tenemos o no el material necesario para analizar los casos sospechosos, aislar a los contaminados, convocar a las personas de su entorno y darle seguimiento a cada uno de los infectados? ¿Porqué no se han realizado campañas masivas de información en lugares que reúnen a miles de personas como los mercados, los estadios de fútbol, los espacios de conciertos? ¿Es cierto que ha habido casos de abuso en clínicas privadas, alguna de las cuales habría pedido 1,700 soles para practicar un despistaje?
Hemos visto el ejemplo dado por el Papa que ha difundido su mensaje dominical por skype para evitar la concentración de masas y exponerse él mismo al contagio. Algunos médicos temen que la llegada del invierno a la costa favorezca la expansión del virus, que como sabemos no sobrevive al jabón ni a temperaturas superiores a 27 grados. Tenemos todavía algunas semanas para afianzar los mecanismos de prevención, garantizando elementos básicos como servicios higiénicos adecuados, con agua y jabón. No vale como excusa decir que esos elementos desaparecen porque los usuarios roban el jabón. La solución a los grandes problemas comienza con pequeños gestos. Y se logra cuando participa la población, cuando se actúa de manera organizada y se aplica una política de transparencia e información.
Las cosas como son
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