Las Áreas de Conservación Privadas (ACP) suman 362 789.62 hectáreas de bosque protegido voluntariamente en el Perú. Emma Tupallima, líder de la comunidad Puerto Prado, en Loreto, protege de la tala ilegal a la ACP Paraíso Natural Iwirati.
Por: Verónica Ramírez Muro
Fotos: Morgana Vargas Llosa
Emma Tapullima (60 años) aplaude al aire para espantar a los mosquitos, luego eleva la vista hacia las copas de los árboles y se lleva un dedo a los labios. Silencio. Monos. A su paso, aparta del sendero las hojas caídas de los árboles con una rama larga. De esta forma pone un poco de orden en su casa, la selva.
A lo largo de su vida ha parido cinco hijos. Todos de forma natural y en casa porque en los hospitales te practican cesáreas y las cesáreas te debilitan para siempre, dice. Y ella nunca quiso ser una mujer débil. Mucho menos cuando su abuela intentó regalarla a un joven para que perteneciera a alguien, formase una familia y abandonara sus sueños. Estudiar es cosa de hombres, le decía.
Emma es la presidenta de la comunidad Puerto Prado, ubicada a orillas del río Marañón, a 30 minutos en peque peque desde Nauta. En 2014, Puerto Prado fue la primera comunidad a nivel nacional en recibir el reconocimiento de Área de Conservación Privada (ACP) bajo el nombre de Paraíso Natural Iwirati, que significa árboles en kukama kukamiria. Las ACP suman 362 789.62 hectáreas de bosque protegido en el Perú. El Paraíso Natural Iwirati se extiende a lo largo de 100 hectáreas de terreno y cuenta con la aprobación del Estado y el Ministerio de Ambiente por su compromiso en conservar de manera voluntaria el entorno que habitan.
“Las comunidades tienen que empezar a conservar su bosque por diferentes motivos. Uno de ellos es por el tema de alimentos y de salud, la gente se cura y alimenta con productos del monte que ya no tienen cerca, de alguna manera esto les sirve para resguardar su propia despensa”, dice Karina Pinasco, directora de Amazónicos por la Amazonía (AMPA).
En una ACP nadie puede invadir, no se pueden otorgar concesiones mineras, no pueden cambiar su uso. Sus habitantes cuidan el bosque sin paga. Esto debería ser suficiente para sentirse protegidos, pero la comunidad de Puerto Prado –compuesta por 16 familias- se mantiene en alerta. Dos veces al mes, un grupo encabezado por Emma realiza una ronda por todo el territorio. Tardan, más o menos, un día en ir y volver. El año pasado encontraron un campamento, maquinaria y varios árboles talados. “Gente de otro lado” vino a robar sus bosques. La comunidad decomisó las escopetas, los machetes, los cartuchos, los plásticos y la comida de los invasores. La policía ecológica abrió un expediente.
“Acá vienen los madereros y te preguntan qué vas a hacer con tanta madera. Hay comunidades que sí quieren vender porque no hay plata y otras decimos que no porque queremos que nuestros hijos conozcan los árboles”, dice Germán Marihuani (62), marido de Emma.
Y los que dicen sí, ¿cuánto reciben?
“Depende. No hay precio exacto. Te pagan por árbol. Si está bueno, 50 soles. Si no está derecho te dan 30 y si tiene hueco 20”, dice.
Según datos de la plataforma Geo Bosques del Ministerio del Ambiente, se pierde un promedio de 150 mil hectáreas de bosque al año. Los focos de mayor deforestación se ubican en Madre de Dios, San Martín, Ucayali, Loreto y Huánuco. En estos lugares se quema o tala a favor de las explotaciones minera, maderera, agrícola y ganadera.
“Los monos ya no se acercan mucho”
Hasta hace algunos años, ni Emma ni Germán sabían qué era la conservación o el cambio climático. Ellos, intuitivamente, buscaban que las cosas permanecieran.
“Cuando yo era chica el pescado no estaba lejos. Mi papá se iba al otro lado del río y volvía con un pescado fresquito y grande. Hoy tienes que trasnochar tres días para traer pescados chicos. Eso es el cambio climático”, dice Emma.
“Los monos ya no se acercan mucho. Ahora se van lejos porque tienen miedo que los maten”, dice Germán.
Es tiempo de uvilla y zapote y Emma recolecta una canasta para sentarse bajo la maloca a conversar sobre su experiencia como teniente gobernadora de Loreto (fue la primera mujer con este cargo) y sobre cómo, a partir de los consejos de una ONG, empezaron a capacitarse y organizarse.
“El bosque es la casa de los animales. Los árboles nos dan semillas y con eso hacemos los collares y pulseras. Si nosotros talamos no vamos a encontrar ni semillas ni nada y los animales se van a ir a otro lugar”, dice Emma.
“Las ACP cumplen un rol importantísimo para los medios de vida locales, pero si tú sumas todas estas áreas a nivel nacional tenemos casi 2,5 millones de hectáreas de conservación voluntaria que la gente local está conservando y no está saliendo del presupuesto nacional. Le estamos haciendo un favor al país en relación a compromisos climáticos internacionales y no hemos logrado contabilizar el beneficio: si todo eso fuera cortado, lo más probable es que se den más desastres naturales que representarían un mayor gasto nacional”, dice Karina Pinasco.
Un martes de marzo
Coto huayo, pashaco, pijuayo, ojé, parinari... Emma subtitula las imágenes que salen al encuentro de los visitantes. Un turista alemán pregunta por el nombre de unas hojas salpicadas de rosados que brotan de la tierra.
“Yo le digo pisadita de añuje, un roedor ni tan grande ni tan chico. Mira bien, las manchas tienen forma de patitas”, dice Emma, quien conduce al grupo hasta el verdadero motivo del desembarco: las victorias regias que se extienden sobre su metro de diámetro en la cocha. Los turistas desenfundan sus cámaras de fotos y teléfonos para inmortalizar al nenúfar más grande y hermoso de la selva.
En 2008 las mujeres de Puerto Prado se organizaron para vender artesanías confeccionadas con semillas y con fibras extraídas de la chambira que utilizan para tejer bolsas, sogas, redes o hamacas, entre otros objetos. Cada vez que llegan los turistas, las mujeres improvisan un mercadillo bajo la maloca y ofrecen sus productos. El resto del tiempo se dividen el trabajo por turnos para limpiar el circuito, arreglar los puentes, las barandas y atender los quehaceres del hogar.
Emma Tapullima ha tendido un puente con las expediciones que desembarcan brevemente en Puerto Prado, pero también con los viajeros más aventureros que llegan a pasar una noche en sus sacos de dormir en la maloca (cuenta con mosquitero, baño y ducha a 20 soles la noche).
Emma y Germán, pero también algunos miembros de la comunidad, conducen a los turistas bajo la sombra de los árboles hacia la cueva de los murciélagos. El visitante penetra en la humedad y sonido de la selva. Todo germina y se marchita al mismo tiempo. Es un lugar opresivo y pegajoso para el foráneo rociado en repelente con DDT y protegido por mangas largas y botas.
Una pandilla de niños entre los 5 y los 17 años atraviesa la escena. Quieren mostrar su BoNi (Bosque de los Niños), un espacio creado –gracias a la iniciativa de una ONG y a un grupo de voluntarios- con el fin de cultivar plantas, reforestar, aprender a reciclar y, por supuesto, jugar.
El BoNi es gestionado por un comité de niños en un terreno cedido por la comunidad. “El árbol más antiguo que tenemos se llama meshi. Es gigante, tiene como 80 metros”, dice Yetsi, representante del BoNi en ausencia de Cristian, el presidente.
“Así ellos crecen queriendo su bosque y su naturaleza. A veces los ayudamos. Esto lo hemos logrado con la ayuda de las mamás y los papás”, dice Emma.
Los turistas emprenden el retorno al barco que los hará descubrir el río Amazonas a lo largo de siete días de expedición. Las mujeres artesanas desmantelan el improvisado mercadillo y la comunidad retoma su vida cotidiana. Emma no está quieta hasta que cae el sol y Germán vuelve a casa. Tienen una tele que funciona gracias a un pequeño panel solar y la hora de las noticias son sagradas. Inmediatamente después del noticiero se van a dormir.
40 años juntos
Emma y Germán se conocieron en Iquitos a los 17 años. Ella se fue para estudiar y huir de un matrimonio arreglado y él para prosperar. Emma se fue con la dirección de una tía anotada en un papel. Ella le consiguió trabajo en un restaurante para que pueda costear sus gastos.
“En esa época no me quería quedar en la comunidad. Tenía cólera que mi papá no me dejara estudiar. Mi mamá no opinaba. Las mujeres no hablaban, tenían que estar calladas”, recuerda.
Germán trabajaba de mozo en el mismo restaurante. Él era de otra comunidad, de Grau, pero se fueron a vivir a Puerto Prado porque, después de estudiar y de que se le pasara la cólera, Emma sentía la necesidad de volver con los suyos. Llevan 40 años de casados.
Su liderazgo en la comunidad empezó con la organización del trabajo entre las mujeres. “Yo dialogaba con las señoras para que ellas hablaran con sus esposos. Ahora ellos también trabajan con nosotras”, dice Emma.
Teresa Taricuarina (75 años), la mayor de la comunidad, está sola. Tenía un marido y murió. Tenía un hijo y se fue. Su hijo, como otros jóvenes de Puerto Prado, quieren irse a Iquitos o a Lima, anhelan la ciudad, y no quieren hablar kukama. Emma no quiere que las costumbres se pierdan, quiere que los animales vuelvan, que su comunidad sea sostenible y que no les quiten sus árboles. En 2013 recibió el Premio Nacional de Ciudadanía Ambiental en la categoría Tradiciones Ambientales.
Alguien viene a avisarle a Germán que el pozo de agua se ha roto y que a su nieto le ha picado una araña. “Habla con ella”, dice Germán. “Ella manda”.
Emma voltea y levanta la rama que usa para apartar las hojas caídas.
“Yo no mando, Germán. Todos somos iguales.”
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