César Fernández y sus amigos no son parte de los ´500 mil peruanos que dejaron de ser pobres´, pero ellos tienen riqueza en sus corazones y talento en sus manos.
Talento invidente en el Jirón de la Unión, domingo 4:00 p.m.
César Fernández Tinco se quedó ciego cuando tenía dos meses de nacido. Ocurrió en 1990, mientras sus padres discutían por problemas conyugales, él sufrió una caída y su nuca se estrelló contra el suelo en su casa de Huamanquiquia, Ayacucho. Lo que sucedió, César lo resume en una sola palabra: descuido.
–Cuando cumplí 5 años mis padres se separaron y me quedé con mi mamá. Luego viví en Arequipa con las hermanas franciscanas de la Inmaculada, hasta cuarto de secundaria– dice, con voz de nostalgia.
Allá, junto con los estudios, César también aprendió a hacer música con instrumentos de cuerda, habilidad que le sirvió para integrar el coro de la casa hogar junto con otros invidentes: Vilma, Yadin, Verónica y Paul.
–¿Qué habrá pasado con los demás chicos? –se pregunta, un poco preocupado. Y no es para menos.
Cuando César decidió regresar a Lima, la casa hogar cerró sus puertas por falta de dinero. Las hermanas franciscanas hicieron gestiones ante organizaciones no gubernamentales. Para mantenerla necesitaban un poco más de 30 mil soles al año- es decir, casi dos sueldos mensuales de un congresista peruano-, pero no recibieron la ayuda que esperaban.
César –ahora con 24 años, estatura mediana– no deja para nada su bastón blanco, salvador de tropiezos y colisiones. Le es útil para pulsar las veredas y abrir paso por las calles donde conoció a otros músicos invidentes:
–Junto con Yomel, Richar y Alexander, hace tres meses, conformamos un grupo musical y le queremos poner de nombre Proyección Latino, pero no sabemos si está registrado en Indecopi– advierte.
El grupo musical improvisa un escenario al final de la cuadra 6 del Jirón de la Unión. La rutina es así todos los domingos. Este escenario es una grada con dos escalones, delante hay una puerta ploma que siempre está cerrada. César instala un parlante parecido a un cajón criollo con ruedas y encima un vaso de plástico para recibir la limosna de la tarde: pueden ser monedas de 50 céntimos hasta billetes de 10 soles – no es frecuente, pero suele ocurrir. En una tarde pueden llegar a juntar hasta 200 soles que se reparten entre los cuatro.
César es un experto con el charango y a la vez canta, Yomel hace punteos con la guitarra, Richar marca el compás con la batería y hace la segunda voz, Alexander acompaña los coros con su quena café. A donde ellos se encuentran se acerca poco a poco gente de todas las edades, migrantes y capitalinos, incluso extranjeros.
El primer tema musical de este domingo y que atrae de inmediato al gentío es un carnaval ayacuchano: Desde lejos he venido:
Desde lejos he venido,
desde lejos he venido
solamente por quererte,
solamente por amarte.
Eso tú no reconoces
Eso tú no reconoces,
orgullosa huamanguina
vanidosa huamanguina.
Así se arma la jarana en la principal vía de la Lima colonial. Aquí se reunieron, en décadas pasadas, los más célebres personajes de la historia peruana. Hoy, congrega a peruanos de “todas las sangres” para escuchar los huaynos cantados por César y sus amigos.
En las ocho cuadras del Jirón de la Unión, entre la Plaza San Martín y la Alameda Chabuca, se calcula que cada día circulan unas 300 mil personas, incluidos invidentes. Además esta calle, con cerca de 900 locales comerciales, es considerada la quinta más cara del continente, según estudios de Colliers International.
Entre la multitud que hoy acompaña al grupo musical de César se oyen palmas tímidas siguiendo el ritmo del huayno. Los que no saben la letra de la canción tararean para no quedarse atrás.
Cuando terminan la canción, alguien grita:
–¡Échate otra! ¡Flor de retama!
–¿Con todo? –pregunta César mostrando una sonrisa pícara.
–¡Con todo, pues! ¡Métele todo! –le responde el hombre de unos 55 años.
César recita una frase en quechua –como parte de la canción–, luego se oye llorar a la guitarra acompañada del sonido de la quena. Los acordes son muy románticos. La gente queda cautivada, incluso con el “todo”: unas cuantas mentadas de madre.
-¡Ahora todos! … ¡Canten! –dice César al público, con la mirada perdida. Esta canción remarca lo adverso de las acciones terroristas en la década de 1980:
Vengan todos a ver
¡Ay, vamos a ver!
En la Plazuela de Huanta,
amarillito flor de retama,
amarillito, amarillando
flor de retama.
Donde la sangre del pueblo,
ahí, se derrama…
Son las 6:40 de la tarde y comienza a llegar la noche. A César no parece preocuparle la oscuridad ni cómo regresará a su casa en Carapongo, San Juan de Lurigancho. En el descanso le pregunto sobre sus amigos, de cómo perdieron la visión:
–A Yomel se le rompió la retina a los ocho años. Una pelota le cayó en la cara cuando jugaba fútbol. Su ceguera fue progresiva –dice, sin dar más detalles. A Richar y Alexander, ellos nacieron así.
Llevo viéndolos cantar cerca de tres horas. Me imagino lo difícil que habrá sido para César y sus amigos aprender a hacer música, sabiendo que en las librerías ni venden manuales con sistema braille. ¿Cómo habrán aprendido a tocar?
–A nosotros nos alientan los aplausos. Eso nos levanta la moral. Lo que sí es triste es vivir con la indiferencia de la gente - dice, con los ojos desorbitados. Es inevitable ver sus pupilas blancas.
A la diagonal derecha de los invidentes se encuentra Luis, un policía vestido de civil, quien abraza a su esposa. Solo la deja un momento para poner unas monedas en el vaso de limosnas –es la quinta vez que deja su donativo. Luego se dirige a César:
–¡Paisa, tócate un huayno ayacuchano!, le dice. Estos muchachos hacen muy buena música. Demuestran que no hay impedimento para el arte y la cultura. Están demostrando que sí se puede salir adelante –expresa muy emocionado, como si las canciones le hicieran recordar algo.
Ante los pedidos musicales del auditorio César y sus amigos vuelven a la carga y sueltan lo mejor de su repertorio: Negra del alma, Agua rosada, Huamanguina, Vengo solterito, Cariño mío, hasta Caballo viejo, Valicha y el Cóndor Pasa de Daniel Alimía Robles.
Hoy, toda la tarde estuvo nublada y para no tiritar de frío la gente se pone a cantar mientras algunos hombres acompañan con silbidos. El sentimentalismo del huayno ayacuchano también provoca calor, y tristeza, claro. Una llamada al teléfono de César obliga a un descanso silencioso. Todos los concurrentes se le quedan mirando:
–¿A la pollada? –pregunta en voz alta por el celular.
Más tarde supe que César y sus amigos también cantaban en polladas. En sí, aceptan contratos para amenizar todo tipo de reuniones porque los 50 soles que ganan no son suficientes para cubrir sus estudios.
–Nosotros sobrevivimos por la música y queremos crecer en el arte. No nos vamos a quedar así –indica César.
El menor de todos es Yomel y él estudia en el colegio Luis Braille del distrito de Comas. Richar está pronto a terminar su curso de Masoterapia en el Arzobispo Loayza. César debe velar por su hijo de 4 años que tuvo con una mujer que también es invidente.
Son casi las 9:15 de la noche, y ya me tengo que ir. Me pregunto, lo mismo que César: ¿Qué habrá pasado con los niños invidentes que estaban a cargo de las hermanas franciscanas de Arequipa?
–Te voy a llamar para seguir hablando. Dame el número de tu celular –le digo a César.
–9, 9, 13, 85, 2, 6, 2. Te voy a agradecer si me puedes ayudar, pero igual, Gracias- Se despidió.
Dejé a César con la promesa de escribir algo sobre él y sus amigos. Mientras me retiro de ese jirón angosto y caro, recuerdo la página de un diario donde economistas destacan la reducción de la pobreza en el Perú: "Unos 500 mil peruanos dejaron de ser pobres". Sin embargo, este día me tocó ver a muchos pobres por las calles de Lima, la Ciudad de los Reyes.
Por Edgar Romero / @romerotac
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