En pleno siglo XXI, compartimos, en el imaginario colectivo, diferentes ideas sobre las brujas. La más habitual y común, la más tradicional, es la que la identifica como una mujer vieja, sola y desastrada, capaz de hacer ponzoñas.
En pleno siglo XXI, compartimos, en el imaginario colectivo, diferentes ideas sobre las brujas. La más habitual y común, la más tradicional, es la que la identifica como una mujer vieja, sola y desastrada, capaz de hacer ponzoñas. Esta mujer puede, incluso, llegar a matar a sus vecinos, y especialmente a niños, sobre todo indefensos recién nacidos.
Además, tiene poderes mágicos: provoca tormentas, se transforma en diferentes animales e incluso puede volar, bien sobre una bestia, bien sobre una escoba, después de embadurnarse de un ungüento de composición desconocida, pero cuya receta seguro que contiene sapo. Volando, se dirige al aquelarre, al lugar de reunión con otros brujos y brujas, en donde se reniega del Dios cristiano y se adora al demonio.
Junto a esta visión clásica de la bruja, hay otras. Entre estas, aquella que la ha convertido en un icono identitario: una mujer sabia, conocedora de los secretos de la naturaleza, curandera experimentada, heredera de una vieja secta relacionada con los ritos de fertilidad considerados paganos y, por esa razón, perseguida y reprimida por las autoridades eclesiásticas y civiles. De esta forma, desde esta perspectiva, la bruja ha pasado de ser un personaje temible, cuando no terrorífico, a un símbolo de rebeldía y de resistencia.
Ahora bien, estas dos maneras de representar a la bruja, alimentadas por el cine, tienen un fundamento que responde a momentos históricos concretos y a circunstancias y épocas culturales diferentes.
Una imagen heredada de los siglos medievales y modernos
Fue a mediados del siglo XIV y en las décadas de 1420 y 1430 cuando en zonas alpinas de Francia, Suiza e Italia comenzaron los juicios contra brujas y hechiceros. Entonces ya se hablaba de reuniones secretas, de vuelos nocturnos, de transformaciones en animales, de maleficios mágicos o sacrificios de niños.
La aparición de la imprenta contribuyó, indudablemente, a la difusión de esta imagen entre los sectores más cultos. Desde ahí, a través de sermones, de la lectura pública de las sentencias, o de cuentos y rumores, se extendió a la mayoría de la población.
En este clima, uno de los tratados que más importancia tuvo para toda Europa fue el Malleus Maleficarum, publicado en 1486 por dos inquisidores dominicos alemanes, Heinrich Kramer y Jakob Sprenger, que llegaría a tener una treintena de ediciones. Este libro contribuyó, gracias a las tesis y descripciones recopiladas en sus páginas, a forjar la imagen de la bruja perversa, repetida en diversas obras sobre artes mágicas a finales del siglo XV.
De esta forma, a lo largo de los siglos XVI y XVII, tratadistas como Martín de Castañega, Pedro Ciruelo, Paulus Grillandus, Jean Bodin, Pierre de Lancre, Francesco Maria Guazzo o Gaspar Navarro, entre otros muchos, describieron con detalle las supuestas pérfidas costumbres y acciones de las brujas. Lo hicieron a partir de testimonios judiciales obtenidos muchas veces bajo tormento en los numerosos episodios de cazas de brujas que vivió Europa durante estas centurias.
Estos tratados incluían, como en los libros del pionero Ulrich Molitor, Lancre o Guazzo, reveladoras ilustraciones del mundo fantástico de las brujas. Una imagen que, con diferentes matices aparecería en pinturas y grabados como los de Baldung, Durero, Brueghel el Viejo, David Teniers, David Rijckaert y otros muchos.
Una reinterpretación decimonónica de la bruja
La caza de brujas en toda Europa entró en decadencia en la segunda mitad del siglo XVII hasta desaparecer casi en su totalidad. Sin embargo, a finales del siglo XVIII, hubo entre las élites europeas una atracción creciente hacia el mundo de lo mágico.
El caso español es muy interesante. Artistas y escritores como Francisco de Goya, Leandro Fernández de Moratín o, más adelante, Juan Antonio Llorente, contribuyeron a revitalizar la imagen tradicional de la bruja. La utilizaron para criticar duramente a la superstición popular y a las instituciones eclesiásticas, especialmente a la Inquisición, algo que tuvo una gran difusión.
Después, los intelectuales, atraídos también por el folclore y las tradiciones populares del Romanticismo y la construcción de un espíritu nacional, iniciaron una labor de recuperación de cuentos y leyendas, en la estela de las recopilaciones de los hermanos Grimm en Alemania.
En España serán muchos los cuentos sobre brujas que aparecen en revistas y periódicos, o en libros dirigidos al gran público, como La tía Marizápalos. Cuentos de magia y encantos aumentados con el arte de hacer todas estas maravillas (1840) o los Cuentos fantásticos y sublimes (1841). Otros, si bien tenían como referencia esa imagen horrible de la bruja malvada, sirvieron también como reclamo para crear y reivindicar mitos locales y con ellos la antigüedad y continuidad histórica de un pueblo, como en las narraciones recogidas en el libro Leyendas vascongadas, fruto del ingenio del guipuzcoano Jose María de Goizueta (1851). Y así, hasta hoy.
Una bruja rebelde
Al mismo tiempo que la imagen de la bruja tradicional sirvió para criticar la superstición o para revitalizar espíritus nacionales a través de la forja de leyendas y mitos, hubo otra manera de contemplarla. Me refiero a la inaugurada por Jules Michelet, en su libro La bruja (1862). En él, esta figura, la mujer malvada y marginada se convierte en el símbolo de la lucha de los oprimidos, herederos de una vieja religión, en donde ella ocupaba un lugar privilegiado como sabia sanadora y como protagonista del Sabbat, entendido como un momento de liberación para unas mujeres perseguidas.
La influencia de Michelet se dejaría notar tanto en el mundo literario, por ejemplo en algunos de los textos de Pío Baroja (La dama de Urtubi). También, con posterioridad, en los trabajos de la antropóloga Margaret Murray, que asoció la brujería con la perduración de viejos cultos de fertilidad supuestamente presentes desde el Paleolítico.
Ambas formas renovadas de contemplar el fenómeno de la brujería (las de Michelet y Murray) son en gran parte las recuperadas y reelaboradas por los movimientos feministas del siglo XXI.
¿Realidad o leyenda?
Ciertamente la caza de brujas fue una triste realidad en Europa. Pero no hay que olvidar que la bruja bien se vea como una mujer terrible causante de todo tipo de males, como símbolo de la superstición o como heroína rebelde, fue, sobre todo, fruto de la necesidad de dar respuestas una población angustiada ante sucesos inexplicables.
Esta exigencia se vio enriquecida por la imaginación de inquisidores, jueces y escritores y, a veces, por la de historiadores y antropólogos, adaptada en cada época a los intereses y preocupaciones de determinada élites o grupos ideológicos y a las modas y gustos de una población siempre atraída por lo mágico y lo misterioso.
Jesús M. Usunáriz, Catedrático de Historia Moderna, Universidad de Navarra
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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