La ética que está de moda se focaliza principalmente en dos temas: la denuncia de los corruptos y el acoso sexual. Está claro que ambos son problemas importantes y se ha repetido hasta la saciedad que la corrupción y la falta de equidad de género atrasan cualquier política de desarrollo y progreso social. Nadie niega esto, pero dedicarse casi exclusivamente a estos problemas podría no ser tan ético como se pretende. Su híper mediatización, en todo caso, es sospechosa. ¿Lo que es ético hace la noticia, o lo que hace noticia hace la ética?
En ambos casos, corrupción y acoso hacen las delicias de los medios de comunicación, puesto que permiten construir noticias alrededor de denuncias, escándalos, juicios, acusaciones que tumban la reputación de famosos y poderosos del mundo político, artístico o empresarial. El político de turno termina en prisión, una actriz en llanto denuncia las maldades de su director, se vive a diario un espectáculo histérico de revelaciones que incentivan la promulgación de leyes cada vez más drásticas, imponiendo pulcritud absoluta a las personas y condenando con cárcel la más mínima desviación.
Nutriéndose de un contexto social proclive a la transgresión, la mala administración y la impunidad, esta ola de ética muy mediática florece y responde con una alza de noticias bomba, un pleitismo jurídico generalizado, la guillotina permanente de la transparencia, una obesidad legislativa que hace más engorroso cualquier trámite. La atención se focaliza en el audio de vengano, el mensaje de mengano, el gesto indecente de zutano. Y la guerra mediática de los poderosos capitalinos copa el espacio público noticiero con manifestaciones y testimonios, disculpas y acusaciones. Su fácil acceso a los medios de comunicación, y la seguridad por parte de los periodistas de tener un gran rating, crea una hinchazón general de rebelión moral contra las malas personas, con la certeza de actuar con transparencia y buena fe, de estar del lado de los buenos al develar y denunciar la actuación de los malos.
Sin embargo, cabe preguntarse si esta ola ética mediática es tan ética como parece, y si realmente contribuye a mejorar la sociedad gracias a la transparencia y la lucha contra la impunidad de los poderosos, “caiga quien caiga” como se dice. Como nada es perfecto en la humanidad, el afán de moralizar la vida pública y privada tampoco lo es. Y podemos notar varias patologías de esta tendencia ética mediática centrada en la exigencia de pulcritud:
Primero, invisibiliza a los problemas sistémicos para concentrarse en los comportamientos personales indecorosos: la justicia social y la sostenibilidad ambiental no son temas para esta ética mediática, a menos que se pueda armar un escándalo con ellas. Luego, se invisibilizan las dificultades cotidianas de todos los anónimos para focalizarse en el comportamiento excepcional de algunos famosos. En un país tan desigual y de dramáticas situaciones de miseria y exclusión como es el Perú ¿no es extraño que la corrupción en las encuestas sea vista como un problema mayor al de la inequidad y el desempleo? ¿Y por qué la palabra “género” en manuales escolares suscita tanta ofuscación mientras la pérdida de biodiversidad y el cambio climático ni siquiera impulsan la constitución de un vasto movimiento ecologista? Dos pesos, dos medidas: los graves problemas estructurales no hacen noticia, pero la mano atrevida del congresista sí.
Segundo, esta ética mediática incrementa la sociedad de la desconfianza y su compulsión jurídica en lugar de promover el desarrollo social, la equidad, las políticas de redistribución económica y regeneración ambiental. Por ejemplo, el Perú no está impulsando suficientemente las medidas necesarias al cumplimiento de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible, pero la gran mayoría no sabe de qué se trata, y a nadie le parece esto un escándalo de carácter ético, ya que la ética ha sido predefinida como el buen comportamiento individual y nada más. Así, la actividad legislativa se concentra en fiscalizar y controlar a las personas en lugar de facilitar los procesos. Y la acción pública se vuelve cada vez más difícil por el pánico generalizado a la denuncia. Quizás, en ese sentido, el tan malmirado lema “Roba, pero hace obras” merecería más indulgencia, en cuanto denuncia también que no se hacen las obras que se deberían hacer. El político pulcro que no hace nada para no manchar su pulcritud, no le sirve a una sociedad con grandes carencias. Claro está que las obras se deben hacer en toda legalidad, y que no se debería necesitar hacer trampa para tener resultados. Pero cabe preguntarse si será todavía posible ser eficiente en un sistema de desconfianza y fiscalización generalizadas. La lentitud de la reconstrucción post-desastres, los presupuestos anuales operados a la mitad, y la inmensa dificultad para asociar diferentes actores públicos y privados en pos de un bien común territorial, dejan pensar lo contrario.
Tercero, esta dudosa ética de la pulcritud privilegia sistemáticamente la seguridad sobre la libertad, y el control sobre la emancipación. Incrementa la inspección tecnológica de las personas en su vida íntima por parte del gran vigilante público, haciendo retroceder las libertades personales y la intimidad en nombre del riesgo cero. Sociedad de la vigilancia, de la delación, del Big Data, y de la gestión fina de los individuos en forma remota, los avances tecnológicos de la administración de las personas por poderes públicos y privados anónimos se ven ampliamente justificados por esta ética de la pulcritud que quiere erradicar todo riesgo, toda fechoría, toda impunidad, gracias a la transparencia. La ética también podría ser totalitaria.
Finalmente, el meollo filosófico del asunto es la reducción de la ética a un solo problema de comportamiento personal de los individuos. Concentrándose en los escándalos personales, insensiblemente la ética se achica al análisis de las actitudes individuales, dejando del lado las injusticias estructurales y las insostenibilidades planetarias. Sin embargo, una ética de la virtud individual que no conduce a la justicia colectiva y al cuidado de los impactos sistémicos de la economía, no es realmente ética. Los dramas de los pobres, los olvidados, los ecosistemas, los insectos y los arboles, se dan en silencio. Lejos de las cámaras y los gritos ofuscados, que mediatizan mucho más los trabajos de la Comisión de ética del Congreso que los de la Comisión de agricultura, los verdaderos escándalos éticos de la inequidad y la insostenibilidad son condenados al mutismo. No despiertan la sensibilidad ética, sencillamente porque no hacen noticia.
Cuando se ve la mediatización obscena de la distribución “generosa” de frazadas en tiempos de frío andino, pero sin política de promoción de la vivienda social y las energías renovables; o ante el estruendo de alguna denuncia de un congresista mañoso, sin presencia del Estado en zonas remotas donde la prostitución infantil es negocio ordinario, uno empieza a preguntarse cuáles intereses sirve esta ética. En todo caso, la ética debería ocuparse de emancipación, no de pulcritud.
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