El libro Horas de lucha (1908), de Manuel González Prada, está compuesto por un conjunto de ensayos que nos describen aquellos momentos en los que la sociedad, la economía y la política peruanas de comienzos del siglo XX empezaban a modernizarse. En textos que llevan títulos como “Nuestros legisladores”, “Nuestros conservadores”, “Nuestros liberales” o “Nuestros periodistas”, el escritor se dedica a describir las bondades del telégrafo, el drama de la migración, el transfuguismo parlamentario y los derechos de la mujer, entre muchos otros temas de sorprendente actualidad. Uno de estos ensayos, titulado “Nuestros magistrados”, está especialmente dedicado a hablar de la corrupción que existe entre las personas que administran la justicia.
González Prada llama primero la atención sobre la habilidad de los abogados –los que más suelen trabajar en los juzgados nacionales— en poder confundir a las personas con el intrincado manejo que hacen de los reglamentos y las leyes, maña que parece perfeccionarse cuando llegan a las salas judiciales. “¿Qué privilegiado cerebro no se malea con algunos años de triquiñuelas y trapisondas? ¿Qué verbo, qué lenguaje, no se pervierte con el uso de la jerigonza judicial?” Estos factores son los que hacen que muchos abogados terminen por crear una justicia mucho más atenta al poder y al dinero que a la igualdad entre mortales. Si la justicia clásica llevaba en los ojos una venda, dice el escritor, la justicia criolla “posee manos libres para coger lo que venga y ojos abiertos para divisar de qué lado alumbran los soles”. En el Perú ya no valen las pruebas o los derechos pues los poderosos se buscan a un juez “para que anule un sumario, fragüe otro nuevo y pronuncie una sentencia donde quede absuelto el culpable y salga crucificado el inocente”. Y si el juez que preside la sala no cede a la presión, al letrado se le hace venir desde unas doscientas o trescientas leguas.
Otro blanco de sus críticas es el sistema de elección de los magistrados, ya que “hay vocales y fiscales que se nombran ellos mismos” o que dejan el cargo solo para hacerse elegir por los colegas que los sustituyen. Este sistema es lo que convierte a los jueces ya no en instrumentos de la justicia sino en herramientas de poder que pueden hacer la vida de un hombre algo insoportable. Mucho más vale la pena ser asesinado por un soldado que perder la propiedad y la honra bajo el designio de un juez. No obstante, lo que más disgusta a González Prada es que a diferencia de los militares –que arriesgan su vida en caso de una guerra— o los sacerdotes –que asisten a los enfermos y moribundos— los magistrados son funcionarios que sin arriesgar nada lo ganan todo. “¿Qué le importan las guerras civiles? Vive seguro de que, triunfen revolucionarios o gobiernistas, él seguirá disfrutando de honores, influencia, pingüe sueldo y veneración pública”.
Descubrir que estas palabras fueron pronunciadas hace más de cien años nos obliga a preguntarnos si es que a lo largo del tiempo realmente hubo alguna voluntad por mejorar el sistema de justicia. Pero si continúa así, significa que es la sociedad peruana la que continúa tolerando una casta burocrática que, con algunas contadas excepciones, no está comprometida con el país.
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