Hay circunstancias en el que el contexto impulsa al texto. Así, cuando Juan Pablo II publicó Laborem Excersens (1981), Solicitudo Rei Socialis (1987) y Centesimus Annus (1991), estábamos en pleno auge del economicismo neoconservador y en la fase terminal del “socialismo real”. Décadas después, la crisis medioambiental y el colapso social pandémico, han motivado a Francisco a escribir dos encíclicas fundamentales: Laudato Si (2015) y, recientemente, Fratelli tutti (2020). En su última carta pastoral, el papa Bergolio, vuelve a plantear los aspectos sustanciales del Magisterio Social de la Iglesia, reiterados por todos los pontífices desde León XIII hasta Benedicto XVI: la justicia social, la opción preferencial por los excluidos, la paz y la necesidad de un orden internacional basado en la promoción y en el respeto de los derechos humanos. Sin embargo, se presentan novedades.
Una de las más saltantes, tiene que ver con el escenario que se anuncia en nuestro siglo, donde se evidencian crecientes conflictos, exacerbados por el efecto disolvente del individualismo extremo y, por “la penetración cultural de una especie de “deconstruccionismo”, donde la libertad humana pretende construirlo todo desde cero” (FT 13). Desde esa seductora idea, se pretende abolir toda experiencia histórica, a sabiendas que la cancelación de la memoria nos transforma en desaforados e ideologizados jueces de un pasado que creemos presente. El resultado, agrega Francisco, es que “se alienta una pérdida del sentido de la historia que disgrega todavía más” (FT13).
¿Qué se busca con esta desintegración antihistórica? Para Francisco, la implantación de un modelo global, donde sujetos sin conciencia histórica sean fáciles de reeducar y, por lo tanto, de dominar. En ese sentido, “necesitan jóvenes que desprecien la historia, que rechacen la riqueza espiritual y humana que se fue transmitiendo a lo largo de las generaciones, que ignoren todo lo que los ha precedido” (FT13). Sin conciencia de historicidad, se diluye el juicio crítico y se desvanecen los principios morales sostenidos racionalmente: “¿Qué significan hoy algunas expresiones como democracia, libertad, justicia, unidad? Han sido manoseadas y desfiguradas para utilizarlas como instrumento de dominación, como títulos vacíos de contenido que pueden servir para justificar cualquier acción”. (FT 14)
Francisco advierte que “la mejor manera de dominar y de avanzar sin límites es sembrar la desesperanza y suscitar la desconfianza constante, aun disfrazada detrás de la defensa de algunos valores” (FT15). Así, se viene generalizando la “política de la cancelación”, la que convierte a cualquiera en enemigo cultural. A ese respecto, afirma Bergolio: “Hoy en muchos países se utiliza el mecanismo político de exasperar, exacerbar y polarizar. Por diversos caminos se niega a otros el derecho a existir y a opinar, y para ello se acude a la estrategia de ridiculizarlos, sospechar de ellos, cercarlos. No se recoge su parte de verdad, sus valores, y de este modo la sociedad se empobrece y se reduce a la prepotencia del más fuerte” (FT 15). En ese escenario de odios desatados, se erige la sombra de un nuevo totalitarismo, del cual no tendríamos registro.
¿Qué pasaría con la humanidad si deconstruimos esforzados y parciales logros como la libertad y la razón? ¿Por qué dirigirnos hacia “la nada infinita, lejos de todos los soles” (Nietzsche)? En los numerales del 13 a 17 de esta última encíclica, se evidencia la honda preocupación de Francisco por el destino de los que “habitamos la casa común”. Por ello, los cristianos estamos llamados a pensar este mundo extremadamente complejo desde los baluartes de nuestra fe, asumiendo que nuestros retos son de muy largo aliento.
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