De acuerdo con el Índice de democracia 2020, elaborado por The Economist Intelligence Unit (cuadro 1), tan solo alrededor del 50% de la población mundial vive en un régimen democrático pleno o imperfecto (flawed), mientras que más de un tercio de la población mundial vive bajo regímenes autoritarios.
Sin embargo, como se indicó en un artículo anterior, Anne Applebaum, entre otros autores, ya nos advertía sobre la crisis de los regímenes democráticos en El ocaso de la democracia. La seducción del autoritarismo (2021).
A mayor abundamiento, Manuel Castells, en Ruptura: la crisis de la democracia liberal (2020), nos dice: “La desconfianza en las instituciones, en casi todo el mundo, deslegitima la representación política y, por lo tanto, nos deja huérfanos de un cobijo que nos proteja en nombre del interés común. No es una cuestión de opciones políticas, de derecha o izquierda. La ruptura es más profunda, tanto a nivel emocional como cognitivo. Se trata del colapso gradual de un modelo político de representación y gobernanza: la democracia liberal que se había consolidado contra los estados autoritarios y el arbitrario institucional a través de lágrimas, sudor y sangre en los dos últimos siglos”.
Posiblemente encontremos en Chantal Mouffe algunas aristas interesantes sobre esta encrucijada. En El retorno de lo político (2021), y abordando el tema de los límites del pluralismo, afirma: “La tesis central de este libro es que todo el problema de la democracia moderna gira en torno al pluralismo. (…) ¿No es la creación de un verdadero pluralismo democrático un proyecto que podría infundir algo de entusiasmo en nuestras sociedades, en las que el escepticismo y la apatía se van transmutando en desesperación y rebelión? Sin embargo, para conseguirlo hace falta instaurar un difícil equilibrio entre, por un lado, la democracia entendida como conjunto de procedimientos necesarios para administrar la pluralidad, y, por otro, la democracia como adhesión a valores que informan un modo particular de coexistencia. Cualquier intento de dar precedencia a un aspecto sobre el otro corre el riesgo de privarnos del elemento más precioso de esta nueva forma de gobierno”.
En este escenario sobre la articulación histórica entre liberalismo y democracia, la lógica democrática de la equivalencia se entremezcló con la lógica liberal de la diferencia, mostrando en cierto modo espacios de incompatibilidad (lógica y operativa) poniendo en riesgo la viabilidad de la democracia liberal como forma de gobierno.
Helena Rosenblatt, en La historia olvidada del liberalismo. Desde la antigua Roma hasta el siglo XXI (2018), nos recuerda: “(…) ser liberal no era lo mismo que ser demócrata. Estamos tan acostumbrados a oír hablar de la «democracia liberal», que es fácil mezclar estos dos términos. Sin embargo, durante este período inicial en que el liberalismo aún estaba naciendo, los principios liberales y los democráticos solían oponerse entre sí. (…) especialmente en el tema del «gobierno de los mejores»”.
Además, Hugo Garavito Amézaga, en Bartolomé Herrera y su tiempo (2010), apunta: “No hay que olvidar que liberalismo y democracia son dos concepciones de raíces y desarrollo distintos. La primera viene de John Locke, para quien libertad es propiedad; y la segunda, de los diggers y los levellers ingleses y Juan Jacobo Rousseau, para el ginebrino libertad es igualdad y ante todo solidaridad. (…) El liberalismo precede a la democracia en cuanto ejercicio del poder. Es decir, antes de existir instituciones democráticas hubieron instituciones liberales. La democracia moderna se va a realizar en función de las estructuras político-liberales”.
En Liberalismo político (1993), John Rawls se preguntaba: “¿Cómo es posible que pueda existir, a lo largo del tiempo, una sociedad justa y estable de ciudadanos libres e iguales que están profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables pero incompatibles?”. Estimo que abordar tan compleja pregunta –y para efectos prácticos– nos demanda repensar la denominada ciencia política y sus instituciones, el derecho constitucional y el sistema electoral, de una manera innovadora y efectiva, que le devuelva al ciudadano la confianza en las instituciones políticas y la legitimidad en la representación política. Que retorne vigoroso el sentir que vivimos en la ansiada república, en donde el ciudadano –bajo una suerte de fideicomiso político– otorga el poder a los hombres y mujeres más capaces, probos y virtuosos, con la finalidad de que gobiernen para el progreso económico y social de todos, especialmente de los más pobres.
Preguntémonos los peruanos sobre el devenir de nuestra república en los últimos 60 años –para marcar un hito relativamente cercano– y entenderemos la necesidad de reinventarla. En el siglo XIX, las naciones independientes en América Latina tenían dos opciones principales en materia de régimen político: la monarquía constitucional y la república. Como bien apunta Hilda Sabato en Repúblicas del Nuevo Mundo: el experimento político latinoamericano del siglo XIX (2018): “Mientras en Europa predominó la primera de esas soluciones, las Américas, del Norte y del Sur, con la sola excepción del Brasil, se inclinaron por regímenes de tipo republicano”. Desde entonces, muy pocas naciones –en la práctica– han podido responder positivamente a la pregunta formulada por John Rawls.
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