Los seres humanos tenemos un cerebro diseñado y programado para establecer vínculos sociales, pues estos componentes (que muchas veces nos suenan a propuestas creadas desde la abstracción) son los que nos han permitido sobrevivir y construir una civilización. En otras palabras, este neuroarmazón socioafectivo es una de las pruebas más fehacientes de la selección natural y, en tal sentido, del orden evolutivo de nuestra propia biología. No por nada las niñas y los niños, aunque de forma muy primitiva, poseen capacidades que los empujan a unirse a una cuidadora o cuidador, obviamente con fines de protección y generación de mayores habilidades socioemocionales. Sin embargo, la pandemia, y las medidas sanitarias asociadas, han convertido el barro fértil de la socialización presencial en tierra infecunda. Aun cuando nos lo hemos «currado» (como se dice en España para denotar una actividad que ha requerido de mucho esfuerzo) para seguir en contacto con nuestros seres queridos a través de la reputada virtualidad, muchas personas expresan que «no es lo mismo». Y es que esto es completamente cierto: no es lo mismo ver y oír a un familiar mediante la pantalla de un ordenador que tenerlo enfrente y poder tocarlo y abrazarlo. De hecho, para el cerebro, el contacto físico es una recompensa de altísimo valor. Entonces, si seguimos esta línea de pensamiento, no es descabellado pensar que un sector de la población infringe la cuarentena o el distanciamiento social por una especie de «mandato neuronal». Pero, ¿esto es realmente así?
¿Qué pasa con el cerebro en aislamiento social?
Sin lugar a dudas, como en muchas otras situaciones, pasa un sinnúmero de cosas. El cerebro no es un órgano de funcionamiento simple que tenga una sola área o región activada por vez. Eso no sucede así: son varias las estructuras que trabajan frente a un estímulo, solo que no todas con la misma intensidad. En el caso particular del aislamiento social, el cerebro se comporta como si las señales sociales (por ejemplo, ver a quienes queremos) fuesen comida o, si vamos más allá, sustancias adictivas. Esto lo descubrió una investigación de 2020, publicada por la revista Nature Neuroscience. ¿A qué me refiero con esto? Lo que quiero decir es que, cuando el cerebro es privado de contacto social, reacciona con un deseo o ansía intensa de acceder de forma inmediata y urgente a «eso» que se le ha sustraído. A este anhelo irrefrenable los psicólogos, psiquiatras, neurocientíficos y médicos lo denominamos «craving» y lo consideramos como un elemento básico dentro del proceso de adicción. Esto podría explicar, en parte, por qué muchas personas continúan vulnerando las medidas de distanciamiento tomadas por los gobiernos.
¿Qué podemos hacer frente a esto?
Empecemos por comprender que ninguna activación cerebral es determinante. Pensar que esta necesidad psicológica nos va a llevar indefectiblemente a infringir normas para ver a nuestros seres queridos es establecer una especie de «determinismo neuronal». Es cierto que, una vez presente el craving, será mucho más difícil que podamos tomar decisiones analíticas, porque nuestro pensamiento estará sometido a la tiranía del impulso. No obstante, la evidencia es concluyente al mostrarnos que se puede hacer frente a este deseo —este es uno de los primeros pasos de todo proceso de rehabilitación—. Como estamos hablando de impulsos, lo primero que deberíamos hacer es autorregularnos; empero, en este caso en particular, al tratarse de un deseo saludable, en tanto persigue el contacto con los demás, sugiero que busquemos sustitutos, como la realización de videollamadas, llamadas telefónicas o, una vez pasada la cuarentena, encuentros con distanciamiento físico al aire libre. Si con eso sentimos que no nos basta, incrementemos la frecuencia del contacto virtual (no del encuentro presencial, porque nos exponemos). Con ello, probablemente, nuestro deseo disminuya y sea más llevadero.
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