No fue frente a la TV, ni en una tribuna. Fue en su cuarto, con los audífonos puestos, que Alex se volvió hincha de Universitario. Hoy, en el aniversario 101 del club, te contamos su historia.
La luz se apagó, pero él no lo vio. Lo supo porque lo escuchó por los audífonos que llevaba puestos, pero no lo vio. En la sala, su mamá y su hermano miraban por televisión lo que sucedía en el estadio Alejandro Villanueva. Él, encerrado en su cuarto, confiaba en lo que le contaban por radio. No por el hecho de ser el único hincha crema en casa, sino porque así, solo y en un espacio aparte, se concentraba mejor.
Cuando Edwin Ordóñez pitó el final del partido, Alex Córdova fue, probablemente, el único hincha de Universitario que no festejó. Su equipo era campeón después de 10 años, en la cancha del clásico rival y a vísperas del centenario, pero en él no había lugar para la celebración. En Matute, donde el ambiente era tenso, estaba su otro hermano, el del medio, junto a dos amigos en común.
“Fue como si hubiera perdido”, recuerda ahora. En ese momento, la preocupación le impedía sentir alegría. Dentro de Matute, el apagón, las bengalas que volaban de un lado a otro y la invasión de hinchas al terreno de juego le hacían temer lo peor. Afuera -imaginaba- la situación también estaba complicada. No apagó la radio, ni se quitó los audífonos, hasta que, una hora después, el post partido de RPP terminó. Ahí nomás, alguien entró a su habitación. Se dio cuenta por el sonido de la puerta. “Felicidades, fueron mejores”. Era su hermano, que estaba de regreso en casa. El alma le volvió al cuerpo. Su mamá y su otro hermano se unieron a la conversación. Ahora sí, con ellos a su lado, podía festejar. No importaba ser el único hincha de Universitario entre los cuatro. No importaba tampoco que, aunque la luz estuviera ya prendida, él siguiera a oscuras.
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El proceso
Un año antes de la final ante Alianza Lima, Alex perdió la vista. No fue de la noche a la mañana, sino de manera progresiva. Desde niño tuvo baja visión, por un tema hereditario. Glaucoma y cataratas fue el diagnóstico por el que le colocaron un lente intraocular. En su último día de clases del colegio, un pelotazo le cayó en rostro y el implante se movió. Tenía que operarse, pero no era urgente, le dijeron. Podía usar montura, mientras tanto. Su vida siguió normal, trabajando a tiempo completo y pasando horas frente a la computadora en las madrugadas. No sabía, en ese momento, que el mismo lente que antes lo ayudó a ver mejor, ahora rasgaba su retina.
Las consecuencias aparecieron cerca de cinco años después. Entre 2018 y 2019, caminar solo de noche se volvió un deporte extremo. Salvo las luces de los focos, los postes o la luz de los autos, el resto era todo oscuridad. Como trabajaba con su hermano, regresaba agarrado de su hombro, pero, ya en 2020, la situación se volvió insostenible. Por eso, dos semanas después de que la pandemia del COVID llegara a Perú, se sometió a la primera de las tres intervenciones que tuvo en año y medio. Ninguna funcionó. Su organismo rechazó todos los procedimientos.
“Seis meses después del último, que fue a mediados de 2022, perdí la visión. No es que recuerde un día o mes específico. Uno se da cuenta de que la operación no resulta y no podía hacerme otra porque mi ojo estaba ya muy manipulado. Era en vano. Solo quedaba esperar. Yo me iba mentalizando, hasta que ya no pude ver. Estaba concientizado”, cuenta.
Al inicio no, por supuesto. Cuando se operó por primera vez, confiaba en que todo saldría bien. “Yo caminaba normal, agarrándome de las paredes, pero, para molestar a mi mamá, tomaba un palito y me movilizaba sin ver, memorizando las cosas de mi casa y de mi abuela. Eso, a la larga, me ayudó”, agrega.
Lo ayudó también el tener familiares invidentes: una tía que cocina a diario sin problemas, otra que tiene una tienda en la que se desenvuelve con naturalidad, y uno que estudió dos carreras y es profesor de universidad. Hubo preocupación y ansiedad, admite, pero no depresión.
Aunque en la pandemia dejó su trabajo planchando prendas de vestir en talleres de confección, ahora se dedica a embolsar productos chinos, como canela china, aceite de ostión o ajonjolí, que, luego, su tío vende en La Parada. El local queda a dos cuadras de su casa y él se desarrolla con total independencia. Si bien ya no cuenta con la vista como parte de su día a día, su tacto y sus oídos son sus principales herramientas para estar al tanto de todo lo que le importa. Incluso de Universitario de Deportes, equipo al que aprendió a amar mientras dejaba de ver.

La garra de la 'U', la garra de Lexx
Pese a tener un papá hincha de Sporting Cristal y una mamá y dos hermanos blanquiazules, él se inclinaba por la ‘U’. No era hincha acérrimo, ni seguidor habitual de cada jornada, pero era crema. Su primer acercamiento fue con nueve años, en casa de una tía suya, en Los Olivos. Las banderas y los cuadros de Universitario en las paredes llamaron su atención. El hecho de que su abuelo fuese también hincha sumó puntos. Sin embargo, no se sentó jamás frente a una TV para prestar atención a lo que pasaba en el Monumental.
Tras la primera intervención, la indicación médica fue reposo absoluto. No podía exigir sus ojos, pero sí descubrir cosas que lo ayudaran a distraerse y pasar el rato. Con esa idea, encontró el plan perfecto: escuchar por radio todo el fútbol que, en el pasado, no quiso ver. Su entonces ligera inclinación por el cuadro merengue fue creciendo poco a poco, al punto de no perderse un solo partido o debate en programas digitales respecto a su equipo.
Se memorizó todos los nombres que integraban la plantilla y, en su mente, cada jugador fue apareciendo con una indumentaria diferente. Hasta ahora. No sabe por qué, pero, cada vez que imagina a algún futbolista, este va acompañado de un color distinto.
“Cuando escucho la alineación de la ‘U’, a cada uno lo noto con un polo distinto, como en el videojuego de PES, que salían de diferentes colores. Pueden decir que lo invento, pero es real. Sebastián Britos, azul; Aldo Corzo, crema; Williams Riveros, azul; Matías Di Benedetto, también azul; Anderson Santamaría, blanco; César Inga, verde; José Carabalí, azul metálico; Rodrigo Ureña, amarillo; Pérez Guedes, rojo; Edison Flores, azul claro; Andy Polo, blanco; y así con todos. Por más que sé que están vestidos de crema o guinda, yo los identifico con esos colores”, cuenta.
A sus 30 años, Alex -o Lexx Córdova, como se llama su cuenta de YouTube- tiene claro que su hinchaje se forjó escuchando por radio los relatos de sus partidos. Cuando juega su equipo, se encierra en su cuarto, se coloca audífonos y se concentra al máximo. Prefiere hacerlo solo que acompañado, pues, aunque le gusta la pasión que despierta el fútbol cuando disfrutan en familia, él está acostumbrado a escuchar atentamente para prestar atención a las jugadas.
¿Por qué Universitario y no otro equipo? No lo sabe con certeza, y tampoco le da tantas vueltas. Prefiere sentir y punto. Lo que sí lleva muy presente es que la esencia del club que hoy cumple 101 años lo identificó cuando él atravesaba un proceso difícil. Que fue su compañía cuando más lo necesitaba.
“Cuando empecé a escuchar partidos, inmediatamente quise que sean los de la ‘U’. Entendí que todos se esfuerzan por darlo todo en la cancha y eso me agradó bastante: el no dar una pelota por perdida, el luchar hasta el final, porque eso es lo que yo también he hecho. Hubo bajones en mi vida, pero mi familia puede decir, y siempre lo dice, que nunca me di por vencido. Salí adelante y trato de desenvolverme solo, para seguir aprendiendo. Universitario y yo coincidimos en la garra de nunca dar algo por sentado, sino, más bien, seguir luchando”, explica.
“El fútbol hay que saber verlo”, dicen. Pero, ¿cómo se explica, entonces, el fervor con el que Lexx disfruta cada partido de Universitario? ¿Cómo pudo enamorarse de un equipo gracias a las voces que le contaban lo que pasaba? Alguien le narra lo que sucede y su mente hace el trabajo restante. Indaga, compara, saca conclusiones y forma su propia opinión. No todo entra por los ojos. La atracción, tal vez, como pasó con los cuadros y banderines que vio en casa de su tía, pero no el amor. El amor va más allá. El amor se siente. Y el sentir no lo ha perdido. Al contrario, es justamente eso lo que le permite emocionarse con los goles a favor y sufrir con cada derrota. Al fin y al cabo, ¿quién está más cerca de la pasión: el que la mira o el que la vive?