La falta de afectos puede volver a alguien frío, indiferente e inexpresivo. La comunicación permanente ante este tipo de conducta ayudará a mejorar la relación en la pareja.
¿Puede una persona vivir sin afectos? Indudablemente, no. Los afectos son el principal motor que nos impulsa a relacionarnos con las personas de una manera particular. Son los sentimientos de tristeza o alegría, odio o compasión. Manifestaciones que nos llevan a ser queridos y poder ser entendidos
Este tipo de sentimientos afectivos son fundamentales para la sobrevivencia. A medida que interactuamos y nos comunicamos con nuestro entorno más cercano, los afectos se vuelven más complejos, y surgen la angustia, la curiosidad, la depresión, el disgusto, la sorpresa, etc.
Cuando los afectos son rechazados o escondidos en forma sistemática, se produce algo así como la incomunicación. La persona se va aislando del mundo e incluso de sí misma, y puede llegar a sentirse absolutamente sola.
Lamentablemente, para algunas personas los afectos pueden estar asociados a sensiblerías exageradas y por ello buscan mantenerse al margen para evitar ser manipulados.
Estas personas aparentan frialdad e indiferencia ante una situación o problema. No expresan sentimiento alguno de compasión, lástima, dolor o alegría. No se inmutan ni se emocionan por nada, no manifiestan sus emociones, ni pasiones. Proyectan la imagen de una persona sin afectos.
En el campo del psicoanálisis, el psicópata es el prototipo de personalidad sin afectos. Kurt Schneider los define como “personas que sufren y hacen sufrir” aunque hoy se admite más que hacen sufrir sin inmutarse por las consecuencias de su conducta.
Presentan una pobreza general de reacciones afectivas. Los actos que cometen no les producen nerviosismo, ansiedad, pena, vergüenza o culpabilidad ni ningún otro tipo de sentimiento que la persona normal experimentaría en las mismas circunstancias. Además de una carencia de emociones, no están ansiosos ni tristes, no lloran ni demuestran alegría ni tampoco sufren los correlatos somáticos de esas emociones, como la palidez, el rubor, el temblor, el sudor, entre otros.
Junto a estos tipos de alteración de la afectividad, hay otra que se presenta tras sufrir vivencias traumatizantes que dejan huellas afectivas dolorosas, en la que el sujeto puede, consciente o inconscientemente, ir inhibiendo su afectividad, creando como una barrera protectora que le evite sufrimientos posteriores. Esto, que en principio se plantea como beneficioso, es perjudicial y puede llegar a descompensarlo psicológicamente.
Esta carencia afectiva debe reforzarse desde la infancia con expresiones de amor, comunicación permanente, atención y escucha, para evitarles un futuro exento de indiferencia emocional hacia su entorno social, familiar y de pareja.
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