Empujada por la pobreza y la violencia en su país, una mujer embarazada cruzó la frontera entre México y Estados Unidos junto a su hija y su esposo. Fueron detenidos en un centro para migrantes, del que ella fue liberada. Allí enfrentó un dilema: mantenerse junto a ellos o seguir con su objetivo de una mejor vida para los suyos.
Se acaricia el vientre con la mirada en el vacío: quiere dar una vida mejor en Estados Unidos al bebé que lleva en su vientre y a su hija de ocho años. Pero ahora, perdida en el aeropuerto de Houston, (sur de Estados Unidos), se siente sola y se pregunta si tanto sacrificio merecerá la pena. María -nombre ficticio- es de El Salvador y salió la semana pasada del centro de detención para inmigrantes de McAllen (Texas); pero su esposo y su hija seguían allí.
"Si lo hubiera sabido -dice a la agencia Efe la joven salvadoreña- no me habría ido, me habría quedado en mi país, sufriendo, pero con mi hija al lado". Tose y, al hacerlo, se tapa la boca con el cuello de su camiseta. Estaba sentada en una silla en el aeropuerto de Houston y sujetaba con las dos manos un papel blanco que, en inglés, y con letras negras reza "Por favor ayúdeme, no hablo inglés. ¿Qué autobús debo tomar? Muchas gracias por su ayuda". "Me lo dio la migración para que no me perdiera", explica.
María no habla inglés. Su cuñada vive en Maryland (noreste de EE.UU.) y, en cuanto supo que iba a salir del centro de detención, le compró unos boletos de avión para que pudiera volar desde McAllen a Houston y, desde allá, a Washington. Mientras espera para embarcar en Houston, María se debate entre la culpa por haber dejado a su hija en un centro de detención, la impotencia de no haber podido hacer nada y, al mismo tiempo, la esperanza de haber emprendido el camino al norte en busca de una vida más digna para la pequeña.
Pasa el tiempo con la mirada en el vacío, pero de vez en cuando sonríe y recuerda las razones de su viaje: "Quiero darles a mis hijos un mejor futuro, no quiero que sufran violencia". Su hija es su vida. Cuenta que le encanta jugar con ella, peinarla y hacerle trenzas, tiene el cabello muy largo, por la cintura, y la comida que más le gusta son los elotes locos, una comida típica de El Salvador que consiste en mazorcas tiernas de maíz con todo tipo de salsas, desde mayonesa y kétchup hasta queso rallado. "Ella es muy lista, es muy buena con la matemática, es la materia que más le gusta. Quiere aprender inglés", cuenta.
El viaje y la separación
Todo empezó 20 día antes, cuando su marido le llamó por teléfono. "Tenemos un viaje", le dijo. Entonces, un tío les llevó en camioneta hasta un camino fuera de Chalchuapa, donde viven, y allí otro hombre les recogió en un coche y les reunió con el grupo de migrantes con el que emprenderían el camino al norte. En total, eran 7 adultos y 7 niños. María, su marido y su hija eran los únicos salvadoreños; el resto eran de Honduras. Caminaron abrigados por la oscuridad de la noche, otros ratos viajaron en camioneta, autobuses y también escondidos dentro de coches. El viaje fue especialmente duro para la hija de María: "Lo que más pena me daba es mi hija, no comía, la veía deshidratada, como con depresión".
Cuando trataron de cruzar la frontera entre México y EE.UU., los agentes de la patrulla fronteriza les detuvieron. Les pusieron en un alojamiento temporal, muy frío, y a los niños les dieron una galleta María y un "jugo de colores que ninguno se comía, no les gustaba", recuerda. Ya dentro del centro de detención de McAllen, separaron en diferentes celdas a los hombres, las mujeres y los niños. Esa fue la última vez que María vio a su hija. "Estaba desmechada, con el pelo todo revuelto", rememora la salvadoreña, que no puede parar de pensar en su hija y preguntarse si estará comiendo, o si tendrá miedo, o sentirá frío.
La reunión
Por fin, comienza el viaje hacia Washington D.C.. El vuelo se ha retrasado varias veces y, cuando las ruedas del avión se despegan de la pista, María siente un gran alivio y suelta un suspiro. En seguida, comienzan a taponársele los oídos por la presión, siente un dolor nuevo que no había vivido antes. Esta es solo la segunda vez que se monta en un avión. En el aeropuerto Ronald Reagan de Washington, le está esperando su cuñada: "Estamos en la salida de Dunkin' Donuts", le dice en un mensaje de texto.
"¡Les veo, esos son!", exclama María. Enseguida rompe a llorar, abraza a su cuñada, se besan, se vuelven a abrazar. Una anciana sonríe por detrás. Y, una niña con el pelo largo recogido en una coleta se abalanza sobre María y comienza a abrazarla y besarla en la tripita. "¡Es mi hija! Gracias a Dios", exclama María sorprendida, antes de conocer que la pequeña acababa de llegar desde McAllen en otro vuelo tras haber sido liberada del centro detención. EFE
Comparte esta noticia