Se deben objetivar y comparar entre sí los riesgos abstractos implicados con vacunarse y con no vacunarse.
A finales del siglo XX el sociólogo Ulrich Beck introdujo la idea de que vivimos en la “sociedad del riesgo”. Aunque su interpretación de lo que esto suponía fue más bien discutible, al menos sirvió para situar la percepción del riesgo como un fenómeno característico de nuestro mundo contemporáneo.
Digo “percepción”, y no riesgo real, porque de eso se trata. El riesgo cero no existe y vivir supone asumir un conjunto de riesgos más o menos previsibles. Junto a esas amenazas objetivas y verificables, evaluables desde el punto de vista cuantitativo, existe asimismo una percepción emocionalmente distorsionada de los peligros a los que hipotéticamente nos enfrentamos.
A los riesgos se les pueden poner números y cuantificarlos. Así lo hace el Injury Facts, el informe estadístico anual elaborado por el National Safety Council, que determina las probabilidades de que una persona muera en relación con diversas causas.
En este último informe podemos comparar las probabilidades de morir a lo largo de nuestra vida (en EE. UU. y según los datos de 2019):
La probabilidades de morir en un accidente de coche es de 1 entre 107.
De fallecer mientras viajamos en moto, de 1 entre 899.
En el caso de la bici, de 1 entre 3 825.
De morir porque nos caiga un rayo, de 1 entre 138 849.
Las probabilidades de morir en un accidente de avión son tan insignificantes que el informe ni siquiera pudo calcularla, ya que hubo muy pocas muertes en 2019.
Conocer estos datos no evitará que miles de personas tengan fobia a viajar en avión, y muchas más sufran ansiedad cuando lo hacen. Esto no ocurre al viajar en coche, pese a que objetivamente el riesgo de morir es abrumadoramente mayor.
Viajar suspendidos en el aire produce una percepción del riesgo que no tenemos a ras del suelo. Algo similar sucede con las vacunas frente a los medicamentos. Por eso considero un error intentar convencer a los reacios a la vacunación comparando los riesgos de las vacunas –que se administran cuando se está sano y no se tiene ningún síntoma– con riesgos objetivamente mayores, pero de medicamentos que se toman cuando ya se está enfermo o se tienen síntomas.
Por ejemplo, decir que tomar ibuprofeno a dosis de 600 mg varias veces al día aumenta un 31 % el riesgo basal de tener un infarto no es una buena comparación. Este medicamento se toma al padecer ya algún síntoma, como dolor o inflamación. Estos pueden ser banales, pero producen malestar y son algo concreto.
Por el contrario, a una vacuna de la covid-19 se le exige un (inexistente) riesgo cero. Además, da una percepción de mayor riesgo que el comprimido de analgésico. La inyección se percibe como algo concreto, aquí y ahora. La contrapartida futura de sufrir una infección grave se imagina abstracta e hipotética.
No se puede contraponer lo concreto (el dolor que nos lleva al ibuprofeno o lo que nos evoca el pinchazo de una vacuna que se ha asociado con un riesgo) con lo que no existe y precisa del esfuerzo de ser imaginado. Hay que atenerse a esta realidad, nos guste o no, a la hora de gestionar la comunicación de los riesgos.
Cómo comparar los riesgos
Se deben objetivar y comparar entre sí los riesgos abstractos implicados con vacunarse y con no vacunarse. El de trombosis trombocitopénica con la vacuna de AstraZeneca (o Janssen) es muy bajo, de 5 casos por millón. Este debe ser comparado con el que supone sufrir la enfermedad por no vacunarse, que es de 39 trombosis venosas profundas por millón y de 436 trombosis de la vena porta por millón. Pero, sobre todo, debe compararse con la letalidad por caso de covid-19, que por ejemplo en España es del 2,3 %.
En mi equipo de investigación realizamos en su momento una comparación de este tipo con la vacuna de la gripe, estudiando el riesgo de Síndrome de Guillain-Barré, un trastorno autoinmune que causa debilidad muscular y a veces parálisis. Nuestros resultados mostraron que el riesgo es muy pequeño, con una incidencia de 1 a 2 casos de por millón de vacunados, tal y como también han señalado los CDC. Por el contrario, el riesgo comparado de sufrir este síndrome tras pasar la gripe por no estar vacunado podría ser de entre 8 y 19 casos por millón de personas-año. Esto sin olvidar que la letalidad por gripe es de 4-6 por millón hasta los 49 años, de 75 por millón entre los de 50 a 64 años y de 983 por millón en mayores de 65 años.
Difundamos estos datos, pero no confiemos en que los números, por muy objetivos que sean, supongan por sí solos una gestión adecuada de la percepción del riesgo, pues deben ir acompañados de otras dos condiciones.
Deben difundirse en un contexto de máxima transparencia, que facilite una abundante información de calidad, aunque pueda ser malinterpretada por parte de la población, del mismo modo que los prospectos deben incluir toda la información disponible, aunque puedan alarmar a muchos pacientes. La alternativa es ocultar información por el temor de que sea excesiva, no comprendida o malinterpretada. Esto genera algo más inmanejable: desconfianza.
Las autoridades sanitarias deben evitar una gestión política que sea dubitativa, incoherente, cortoplacista y dispersa. Esto también genera desconfianza.
En resumen, el mayor peligro es crear desconfianza, contra la que números y comparaciones racionales tienen las de perder. La fórmula para hacer una buena gestión de la siempre resbaladiza percepción emocional del riesgo tiene tres ingredientes: comparar lo que se debe comparar, transparencia máxima con información de calidad y, sobre todo, una gestión política sensata, decidida y prudente.
Luis Martín Arias, Profesor titular de Farmacología, Universidad de Valladolid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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