La Comisión Organizadora de los Juegos Panamericanos ha probado que el Perú puede cumplir con su palabra. Y que construcción no es sinónimo de corrupción. Su secreto: la contratación de una empresa especializada en mega-eventos.
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Acostumbrados a las malas noticias, a los funcionarios incompetentes, a los plazos que no se respetan y a la corrupción omnipresente no estamos prestando la debida atención a la silenciosa construcción de la infraestructura de los Juegos Panamericanos. El presidente de la Comisión Organizadora, Carlos Neuhaus, asumió el desafío en momentos difíciles, cuando se multiplicaban las voces que afirmaban que el Perú no era capaz de acoger el evento deportivo más importante de nuestro continente. No era nada fácil construir o renovar contra el reloj instalaciones capaces de recibir a 6,600 deportistas provenientes de 41 países. Asimismo, Neuhaus acometió la tarea de construir una villa olímpica en Villa El Salvador, donde residirán los deportistas y que luego ofrecerá vivienda a más de mil familias. Pero además de la obra constructiva, la COPAL ha demostrado la eficacia de un modelo innovador que debería servir de inspiración para otros mega-proyectos: la contratación de una empresa británica especializada que ha racionalizado los procedimientos, garantizando los mejores materiales y reduciendo las brechas por las que entra la corrupción. El esfuerzo de los atletas, la resistencia de los nadadores y boxeadores, la destreza de los equitadores no tendrían expresión si no existieran locales bien construidos e instituciones organizadas. Esperemos que el éxito de los Panamericanos sirva como punto de partida a la confianza renovada en que los peruanos podemos hacer bien las cosas.
El auge del deporte a lo largo del siglo XX ha favorecido el descrédito de las guerras. Los países se enfrentan en competencias simbólicas, bajo reglas aceptadas por todos y con autoridades independientes. El objetivo es la exclusión de un sentimiento inherente al ser humano: el odio. El deporte enseña a ser rivales sin ser enemigos, a respetar el esfuerzo y los méritos de otros. Ese proceso de civilización ha marcado en particular la historia del Occidente, constituido en torno a los valores de la tolerancia y el respetode cada individuo. Así se resolvió en el siglo XVII la guerra de sus creencias, que enfrentó a cristianos de confesión católica con cristianos de confesión protestante. Entretanto aparecieron el nacionalismo y el racismo llamado “científico”, que fueron la causa de las dos guerras mundiales. Por eso un “crimen de odio” produce el temor al retorno de actitudes que creíamos superadas. Tal ha sido la experiencia de la matanza anti-musulmana en Nueva Zelanda. Se trata de un país con poco más de cuatro millones de habitantes que goza de un alto nivel de vida e indicadores mínimos de violencia. De pronto un joven australiano de 28 años irrumpió en una mezquita y abrió fuego, matando a un total de 50 personas.
El crimen fue preparado con detenimiento, grabado para ser transmitido en directo por redes sociales y sobre todo justificado a partir de un largo manifiesto en el que se afirma la “supremacía de la raza blanca” y se declara a una religión, la musulmana, enemiga del Occidente. Las cifras son sin embargo claras. Del número total de víctimas del terrorismo a lo largo del 2018, 70% murieron en atentados inspirados por el racismo, la extrema derecha o directamente el fascismo, como fue el caso en Nueva Zelanda. No se trata de un acto de “terrorismo cristiano”, como ha dicho el primer ministro de Turquía. Es un acto de odio y barbarie que atenta contra todo lo que los seres humanos hemos aprendido para afirmar la dignidad de nuestra especie.
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