Destruida por el terremoto de 1619, la Catedral de Trujillo se edificó con energía pero también con las más cálidas muestras de fe.
Son muchos los templos de atractivos estilos arquitectónicos que se pueden apreciar en un país como el nuestro. No obstante, hay algunas edificaciones religiosas que trascienden a los datos históricos para convertirse en parte indesligable de una ciudad.
Una de estas construcciones es la Catedral de Trujillo. Basta admirarla desde cualquier punto de la Plaza de Armas norteña, imponente en todos sus ángulos, para percatarse que estamos frente a una obra con matices inéditos.
Para comprender un poco de su longeva historia, debemos remontarnos al año 1616, cuando la importancia de la Diócesis de Trujillo origina que se edifique un templo acorde con su rango. Lamentablemente, un terremoto registrado el 14 de febrero de 1619 destruyó la todavía endeble construcción.
Años después, ya en 1647, se determina reconstruir el templo pero esta vez tomando oportunas precauciones. La edificación adquiere entonces una estructura apaisada y maciza, ideal para soportar los movimientos telúricos que suelen afectar la costa peruana en la zona del Océano Pacífico.
Pasaron 19 años para que se concluya la obra y el Papa Paulo VI, conociendo la enorme devoción imperante en los ritos religiosos, decide elevar el templo a la categoría de Basílica Menor. Todo un acontecimiento que recibió el beneplácito de la feligresía norteña.
Recorriendo la Catedral de Trujillo no será difícil percatarse que su interior es bastante sobrio. Retablos de estilos Barroco y Rococó, matizados de blanco y dorado, adornan los preciosos lienzos procedentes de las escuelas de pintura cuzqueña y quiteña.
Pero si se trata de admirar retablos que configuran auténticas joyas artísticas, hay uno que destaca por su diseño y ubicación. Es el retablo mayor colocado de manera libre y soberana, destinado a lucir su estilo barroco churrigueresco recubierto con pan de oro, único en todo el norte del país y comparable sólo con el que se encuentra en la Catedral del Cuzco.
Imágenes Sacras
Los fieles, asiduos asistentes a la Catedral trujillana, se solazan con la gran cantidad de iconografías que la adornan. De esta manera los devotos de Santa Rosa, Santa Teresita de Jesús, San Pedro, San Juan Bautista, Santo Toribio de Mogrovejo o San Valentín, aquel romántico y ejemplar varón considerado también como Patrón de Trujillo, pueden encontrar preciosos lienzos que desafían el paso del tiempo.
Para quienes no ven colmadas sus ansias de apreciar el arte, se les presenta una oportunidad inmejorable en el Museo Catedralicio, ubicado prácticamente al costado del templo. El recinto que congrega un importante número de visitantes nacionales y extranjeros, alberga innumerables obras religiosas en oro y plata concebidas en la época virreinal.
Muestras de fe
Con el transcurrir de los años, la Catedral de Trujillo ha sido el núcleo de las muestras de fe más impactantes. La llegada de La Virgen de la Puerta de Otuzco y el mar humano que la acompañó por calles y plazas o el multitudinario recibimiento del Señor Cautivo de Ayabaca procedente de Piura, son momentos inolvidables en el devenir religioso.
Durante Semana Santa, los templos de la ciudad primaveral lucieron abarrotados de público, cada uno con su particular muestra de contemplación en pos de acercarse al Supremo Hacedor.
Si bien estas fechas resultan ideales para elevar una plegaria, lo cierto es que nunca será tarde para acercarse a la divinidad y un lugar ideal para vivir plenamente esos instantes es el ambiente siempre acogedor de la Catedral de Trujillo, un lugar con imborrables historias de fe.
Por: Julia Góngora
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