En su última entrevista, concedida doce horas antes de dispararse, Alan García declaró a RPP que creía en Dios, que esperaba el juicio de la Historia y que confiaba en tener asegurado un lugar en la memoria de los peruanos que lo eligieron dos veces a la magistratura suprema.
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La muerte de todo ser humano confronta a sus sobrevivientes con los misterios más inexpugnables de la existencia: la precariedad de la vida, la incertidumbre del más allá, la inapelable infinitud del período que se abre, el legado que deja el fallecido. Cuando el que desaparece es una personalidad que ha adquirido notoriedad y encarnado el sueño de sus contemporáneos, la muerte produce un impacto que es necesario comprender y respetar.
El impacto es aún mayor cuando la muerte se produce de manera súbita, segando la vida de alguien que se hallaba en la plenitud de sus capacidades. Pero el vacío resulta más conmovedor que nunca cuando se produce por decisión propia. En su última entrevista, concedida doce horas antes de su desaparición, Alan García declaró a RPP que creía en Dios, que esperaba el juicio de la Historia y que confiaba en tener asegurado un lugar en la memoria de los peruanos que lo eligieron dos veces a la magistratura suprema.
Había nacido en mayo de 1949 en el seno de una familia aprista, partido en el que se inscribió a los 17 años. Su padre sufrió persecución y prisión en razón de su compromiso contra la dictadura militar de Manuel Odría. Habiendo estudiado Derecho en la Universidad Católica y en la San Marcos, viajó a Francia donde hizo estudios bajo la dirección del sociólogo François Bourricaud. En 1978 regresó y fue elegido miembro de la Asamblea Constituyente que presidió Víctor Raúl Haya de la Torre, su mentor, fundador del APRA. En 1980 respaldó la candidatura de Armando Villanueva y fue elegido diputado por Lima. En 1985 se convirtió en el más joven Jefe de Estado elegido en la historia de nuestro país. Durante su mandato intentó aplicar una política heterodoxa que fracasó, mientras que el terrorismo y la hiperinflación no fueron vencidos.
En 1990 contribuyó a la derrota de la candidatura liberal de Mario Vargas Llosa, pero entró rápidamente en conflicto con Alberto Fujimori. El día del golpe de Estado, el 5 de abril de 1992, se intentó capturarlo sin mandato legal, pero García logró huir y obtuvo el asilo político en Colombia. Vivió en Francia hasta el 2001, cuando regreso al Perú y logró pasar a la segunda vuelta de las elecciones de ese año, siendo superado por Alejandro Toledo. Entre el 2006 y el 2011 gobernó el país por segunda vez, logrando cifras elevadas de crecimiento económico. Desde que estallaron las revelaciones del caso Odebrecht el 2016 su nombre comenzó a ser asociado con casos de corrupción, a la vez que varios funcionarios de su gobierno fueron detenidos. En noviembre del 2018 solicitó asilo político en Uruguay, diciéndose víctima de una persecución política, pero el asilo le fue denegado.
Ante la muerte, solo nos cabe inclinarnos. Recién terminado su camino en la tierra, no es el momento de utilizar su nombre en batallas políticas y menos en descalificaciones. Más adelante llegará la hora de los balances, en particular en materia de ética pública, reformas y derechos humanos. Lo seguro es que las expresiones de odio y la indiferencia frente al sufrimiento legítimo de sus seguidores resultan tan inapropiadas como la voluntad de aprovechar el impacto producido por su muerte para satanizar las investigaciones judiciales y el trabajo de los fiscales.
El mejor homenaje que se puede rendirle es vivir de verdad lo que Alan García dijo en la Plaza San Martín el 2001, a su vuelta de un exilio de nueve años: “Sin odios ni rencores, sin gritos ni injurias, perdono a los que han querido hacerme daño. Lo hago en nombre del Perú”.
Que sus parientes, amigos y compañeros de militancia reciban el reconocimiento de su contribución a la democracia y la expresión de nuestras más sinceras condolencias.
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