El pastor evangélico fue arrestado pese a tener estatus legal y sin antecedentes. Su comunidad, que incluye votantes de Trump, aún no logra entender lo sucedido.
La redada fue silenciosa, pero el impacto aún resuena. Maurilio Ambrocio, pastor evangélico y vecino de la comunidad hispana en Tampa, fue detenido tras presentarse voluntariamente a su cita anual con inmigración. Vivía desde hacía 20 años en el sur de Florida, con permiso para trabajar y sin antecedentes penales. Aun así, fue arrestado. Hoy, su iglesia, su familia y su barrio lidian con su ausencia, mientras las autoridades endurecen las deportaciones bajo el mandato de Donald Trump.
Maurilio no era solo un pastor, también era el rostro visible de una comunidad inmigrante trabajadora, silenciosa y arraigada. El 18 de abril, cuando acudió como siempre a su revisión migratoria, no volvió. Su caso se ha convertido en símbolo de una política que, según sus vecinos, está fracturando familias sin distinguir entre delitos y rutinas legales.
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Una política migratoria sin matices
Florida se ha convertido en el epicentro de una ofensiva sin precedentes impulsada por la administración Trump y apoyada por el gobernador Ron DeSantis. Aunque Ambrocio tenía una suspensión de deportación vigente —lo que le permitía trabajar y vivir legalmente en Estados Unidos mientras cumpliera con requisitos— fue detenido sin explicaciones claras. “¿Qué? ¿Necesitaban un número ese día?”, se preguntó Greg Johns, su vecino, veterano y votante republicano, con lágrimas en los ojos.
El caso del pastor no es aislado. La detención de personas sin historial delictivo, como él, está generando temor incluso entre comunidades que históricamente habían apoyado las políticas conservadoras. La nueva oleada de redadas parece dirigida no solo a quienes violan leyes migratorias, sino también a quienes simplemente han vivido mucho tiempo aquí.
Una familia dividida por la frontera
En la casa rodante donde vive la familia Ambrocio, la vida ha dado un giro doloroso. Su esposa, Marleny, prepara el desayuno recordando al esposo que ya no está. “¿Cómo vamos a comer?”, dice, mientras sus hijos —todos ciudadanos estadounidenses— se enfrentan a la incertidumbre. La mayor, Ashley, de 19 años, trabaja, dirige el pequeño negocio familiar y sigue sirviendo en la iglesia.
Desde el Centro de Detención del Condado de Glades, Maurilio intenta mantener el contacto. Tiene fiebre, ha bajado de peso, pero sigue predicando a los otros detenidos. “No tienes idea de lo lleno que está aquí”, le confiesa a su hija en una videollamada. Su fe permanece intacta, aunque el encierro lo limita todo.
Ecos de fe y resistencia en la iglesia
El domingo, en el templo donde Maurilio predicaba, su hijo menor, Esdras, toca el piano con manos pequeñas y corazón herido. “Es como mi mejor amigo”, dice sobre su padre. La comunidad entera ha sentido el golpe: las bancas están llenas de familias rotas, de madres solas, de niños que no entienden por qué ya no está quien los bautizó o les enseñó a rezar.
Oscar Hernández, el pastor invitado, cerró el último sermón con palabras que reflejan la mezcla de desesperanza y fe que flota en el aire: “Dios a menudo te romperá el corazón... pero nunca llega tarde”. La iglesia, como la comunidad, sigue esperando.
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