"La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad, por eso nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti".
John Donne
Decimos que el progreso es un relato mitológico, no porque no sea real, sino porque es una narrativa con intenciones de explicar nuestro mundo actual. Como toda narrativa, para poder ser confeccionada de una manera coherente y atractiva, deja fuera todo lo que pueda negarla o contrariarla mínimamente. La narrativa del mito del progreso sería la siguiente: existe un camino único y lineal desde el hombre que se bajó de los árboles al hombre occidental tecnológico que llegó a la luna y ahora tiene planes para colonizar Marte. Este hombre, con su saber científico y tecnológico, no solo habría sabido enfrentarse con éxito a las plagas, sino que también ha encontrado el mejor sistema de convivencia política, social y económica (la democracia parlamentarista y el libre mercado). Este mismo hombre occidental, habría podido solucionar el problema de la escasez y, finalmente, se habría sofisticado a tal punto que, prácticamente, a través del comercio, habría desaparecido las guerras.
Los tiempos recientes nos han traído dos acontecimientos, particularmente, negativos para el mito del progreso. El coronavirus y el conflicto armado entre Ucrania y Rusia. Es que, en realidad, esta narrativa, como toda narrativa, hace “trampa” para poder lograr la cohesión discursiva. En primer lugar, el progreso, tal y cual como lo entendemos, es muy reciente en términos históricos. Podríamos considerar que existe desde el 1800 con la revolución industrial. En términos materiales, no habría mayor diferencia entre alguien que nació en el Egipto de los faraones que alguien nacido en la monarquía de Luis XVI. Podríamos decir, entonces, que la primera “trampa” es la tremenda compresión de los tiempos históricos que se realiza para poder establecer una continuidad entre el cavernícola y el astronauta que llegó a la luna. La segunda “trampa” es que se considera solo como paradigma del ser humano al hombre occidental. De hecho, la violencia, la escasez y demás problemas del “pasado” siguen teniendo una vigencia y presencia muy notorias fuera del territorio europeo. La última de las “trampas” es que esta narrativa se sigue contando una y otra vez sin atender que, inclusive, para teóricos como Lyotard, este gran relato caducó de manera irreversible después de las guerras mundiales. ¿Acaso no era la misma tecnología del progreso la que nos permitió desarrollar armamento nuclear y llevar la muerte a números nunca antes conocidos en la historia de la humanidad?
El gran problema que acarrea el mito del progreso es que nos oculta la cara oscura del progreso: la industrialización de la muerte (a todos los niveles: de humanos, animales, de ecosistemas). Este ocultamiento nos dificulta la reflexión. Los medios de comunicación que nos han “facilitado” la vida (otra línea fundamental en la narrativa del mito del progreso) aportan más ruido que nitidez para poder entender a cabalidad este conflicto. Desde los medios masivos se aborda la guerra desde la economía, la geopolítica, la tecnología militar, pero nadie lo hace desde lo más fundamental: el sufrimiento humano. En esta guerra, y en todas las otras, que la humanidad padece, sin importar ideologías, ni lugares de procedencia, morimos todos un poco, porque no importa por quién doblan las campanas, porque como en todo problema humano, es decir, ético, siempre tiene que ver con nosotros.
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