Hace 75 años, el 24 de octubre de 1945, entró en vigor la Carta de las Naciones Unidas e inició su funcionamiento ese máximo organismo internacional. Su fundación, sobre las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, ha marcado un hito transformacional en el desenvolvimiento de las relaciones internacionales. Si bien sus principios y objetivos no han sido alcanzados plenamente, las Naciones Unidas sigue representando una promesa y un marco institucional fundamentales para la convivencia de la humanidad. La calidad de vida de miles de millones de personas ha mejorado sustancialmente gracias a las iniciativas de desarrollo y de política internacional promovidas por la ONU.
La Segunda Guerra Mundial ha sido la confrontación bélica más destructiva en la historia de la humanidad: un estimado de 70 a 85 millones de personas, es decir alrededor de 3% de la población mundial- perdieron la vida, muchísimas de modos extremadamente crueles; Europa y Japón quedaron materialmente devastadas. Pocos años antes, como saldo de la Primera Guerra Mundial, Europa había sufrido la muerte de alrededor de 10 millones de personas y la invalidez de aproximadamente 20 millones, además de inmensa destrucción material. Esa realidad convenció a los líderes políticos de la época que resultaba urgente fundar un nuevo orden internacional que, rompiendo con el pasado, no fomentase la guerra como gramática de las relaciones entre Estados; y que no tolerase, invocando la soberanía estatal, abusos atroces contra los derechos personales.
La Carta de las Naciones Unidas reafirma los principios básicos de paz y cooperación internacional a través de la coexistencia pacífica entre Estados; reconoce la dignidad inherente a toda persona, condensada en el concepto de derechos humanos; e introduce pioneramente la noción de seguridad colectiva, reservándose a través de su artículo 42º la atribución de actuar militarmente contra Estados que pongan en peligro la paz mundial.
Las Naciones Unidas puede reivindicar el haber logrado la membresía en su seno de casi la totalidad de los Estados soberanos; su rol promotor de los derechos humanos y de los valores democráticos; su eficacia en guiar el proceso de descolonización a nivel global; su soporte en la afirmación y desarrollo del derecho internacional; y su liderazgo en la institucionalización de la cooperación internacional.
A la vez -hay que reconocerlo- la Carta de las Naciones Unidas consagra una estructura de gobernanza global defectuosa, particularmente en lo concerniente a su Consejo de Seguridad. A través de su artículo 27.3º, la Carta otorga a cinco naciones, vencedoras en la Segunda Guerra Mundial, el privilegio de ejercer un derecho de veto, que contradice el principio de igualdad soberana de los Estados, consagrado en el art. 2.1º de la misma Carta. Además de la disfuncionalidad históricamente aparejada por el ejercicio de tal derecho de veto, este órgano ejecutivo fundamental carece de sometimiento a elementales principios democráticos y expresa con gran crudeza el dominio hegemónico de las grandes potencias.
Y es que las Naciones Unidas no puede sustraerse de las dinámicas políticas de su tiempo. Su funcionamiento quedó reducido a la ineficacia en asuntos de seguridad internacional que afectaban intereses estratégicos de los dos hegemones del orden bipolar, como ha quedado sistemáticamente evidenciado en el desenvolvimiento del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La creciente confrontación entre China y los Estados Unidos revive actualmente, bajo nuevos términos, los riesgos y la disfuncionalidad de un escenario internacional signado por la animadversión entre superpotencias.
No obstante ello, hoy, coexistimos en un mundo más gobernable del que existía hace tres cuartos de siglo, teniendo la paz, la dignidad y bienestar personales, y el progreso social, inmensas mayores oportunidades de realización. A través de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenibles, la comunidad internacional comparte ahora una estrategia común para enfrentar algunos de los principales desafíos contemporáneos.
Pero hay que decirlo con claridad: es igualmente cierto que los problemas que hoy afrontamos como humanidad vienen desbordando las capacidades de nuestros gobernantes y diplomáticos, así como las de las Naciones Unidas y las de los demás organismos internacionales, para darles cara. Estamos dejando a las futuras generaciones un cúmulo de problemas sin resolver y de riesgos que demandan urgente atención. La actual pandemia de la COVID-19 y la recesión económica global, son evidencia de ello. De cara a estos inmensos desafíos, necesitamos reflexionar sobre el nuevo perfil de multilateralismo que demandan las realidades contemporáneas y futuras, reafirmando el liderazgo de las Naciones Unidas en la forja de soluciones.
Una primera debilidad del sistema multilateral es el llamado déficit democrático. Cada vez más, las decisiones fundamentales sobre temas que afectan el bienestar y comprometen el futuro de cada uno de nosotros, los ciudadanos del mundo, vienen dejando de ser adoptadas en la esfera interna de cada Estado, y se convierten en competencia de instancias internacionales, públicas o privadas. Mientras todos elegimos mediante el voto a nuestras autoridades políticas nacionales, e influimos por diversos medios en las decisiones que ellas adoptan; nada parecido ocurre en la esfera internacional, donde muchísimas vitales decisiones son acordadas con poca transparencia, alejadas de medios de participación y de control ciudadanos, y sin que nuestras voces, intereses y puntos de vista sean tenidos en cuenta. Las tendencias globalizadoras acentúan cada vez más este déficit democrático.
Otra debilidad está referida al carácter descentralizado del sistema multilateral, y a la multiplicación y enorme diversificación que venimos experimentando en el universo de los actores internacionales. Esto dificulta la forja de consensos, y viene generando gran fragmentación en los mecanismos de gobernanza global, dada la poca coordinación existente entre ellos, al par que se multiplican las fuentes normativas, incluyendo la diversificación de las instancias judiciales internacionales. Tal fragmentación dificulta la capacidad para generar respuestas eficaces frente a desafíos que demandan soluciones holísticas y genuinamente globales. Parte de la respuesta a esta realidad debiera radicar en consagrar la primacía de las Naciones Unidas como ente rector del orden multilateral.
Una debilidad adicional la encontramos en la falta de consensos, que se expresa también en la ausencia de expresiones institucionales, para regular aspectos críticos de la convivencia y la sostenibilidad globales. Por ejemplo: el ciberespacio es hoy una dimensión fundamental de nuestras vidas, de cómo nos relacionamos con los demás, de cómo nos comunicamos e informamos, de cómo comerciamos. No obstante su centralidad en el quehacer cotidiano de la humanidad, el ciberespacio carece de mecanismos mínimamente eficaces para su gobernabilidad global. Esto viene generando inmensas distorsiones y nuevos riesgos, a través de la concentración monopólica privada a escala global por parte de unos pocos conglomerados; de la competencia bipolar entre China y Estados Unidos en procura de hegemonizar el ciberespacio; de la masiva erosión de la privacidad; y del surgimiento de persistentes amenazas de ciberseguridad. Otro tanto podría decirse respecto al ya real calentamiento global, ante el cual los líderes mundiales y los organismos multilaterales todavía no forjan respuestas eficaces basadas en el reconocimiento de responsabilidad compartida y en la promoción de la cooperación internacional.
Tenemos una deuda histórica y ética con nuestro Hogar Común y con las futuras generaciones, de crear a través de un multilateralismo renovado, liderado por las Naciones Unidas, condiciones de gobernanza global que respondan eficazmente a los retos actuales y futuros de la humanidad; que promuevan la convivencia solidaria y pacífica; que garanticen la sostenibilidad planetaria; que forjen una cultura de ciudadanía global; y que distribuyan equitativamente los frutos del bienestar que colectivamente vamos creando.
En suma, tenemos ante nosotros el desafiante reto de fortalecer a las Naciones Unidas para que lidere la forja de un multilateralismo cuyo centro gravitacional sea la persona humana, y no la competencia hegemónica entre superpotencias ni el desbocado ejercicio de la soberanía estatal; y para que garantice a las generaciones futuras un Hogar Común de bienestar, paz, y valorización de la dignidad y capacidades inherentes a cada persona.
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