El pensador Paul Virilio (1930-2018), decía que el hombre que creó la navegación, también, sin proponérselo, había creado el naufragio. Con esta poderosa comparación alegórica, el filósofo francés nos decía que la posibilidad de una catástrofe era inherente a cualquier creación humana. Una vez elaborado algo, existía la probabilidad que ello transmute en algo inesperado y, a la postre, siniestro.
Pues bien, la globalización, desde sus lejanos orígenes al inicio del mundo moderno (siglos XVI y XVII), fue configurando un enorme sistema de interdependencias económicas, tecnológicas, políticas, sociales y culturales, que afianzaron procesos de producción y una enorme movilidad social, tanto a nivel internacional y nacional. Redes de interacción y de flujos de capital, de tecnologías y de conocimientos. La globalización alcanzó su cenit en el siglo XX y XXI. De ahí que asistiéramos a dos guerras “mundiales”, a guerras “frías y calientes” y a crisis financieras y económicas de grandes efectos sociales y políticos de repercusiones internacionales.
Mientras la globalización era más compleja y sus redes de interdependencia cada vez más imbricadas, el riesgo del “accidente integral” (nuevamente, una frase de Virilio) era más evidente. Las consecuencias de las crisis del 29, del 74, del 82, del 2000 y del 2008, tuvieron secuelas para los procesos integrales de aquel entonces. Pero nunca de la magnitud de lo que estamos viviendo hoy en día. La paralización en seco del comercio, de los procesos de interacción económica de diversa escala y la obvia repercusión social, llevarían a los estados a tener mucho mayor protagonismo en la organización social, enfocándose en la protección productiva y en el auge de nuevos nacionalismos estatistas, pues se trata de salvaguardar los intereses de cada nación. Por ejemplo, la Unión Europea ve amenazada su existencia al evidenciarse los intereses particulares de cada estado. Asimismo, diversos gobiernos han considerado nacionalizar actividades y servicios estratégicos. Incluso, el Fondo Monetario Internacional, ha recomendado nacionalizar empresas a fin de mantener el empleo. Bajo la premisa de defensa del interés colectivo, estaríamos próximos a asistir a un notable proceso de “desglobalización”. Paradoja impresionante, pues la misma globalización, la interdependencia y el flujo de personas, habría ocasionado su misma negación.
Pero los cambios en la cultura y en la ideología suelen ser muchos más lentos. Pues, aun cuando la globalización -tal como la conocemos- podría llegar a su fin, muchas personas alrededor del mundo seguirían actuando como si la globalización, previa a la COVID-19, existiera. Es como el “efecto fantasma” de las personas que pierden un miembro de golpe y siguen asumiendo que esa parte del cuerpo cercenada aún está presente. El aprendizaje profundo tarda un tiempo y, cuando es social, mucho más. Para que las mentalidades se adapten a una nueva circunstancia, pueden pasar años o décadas.
En la Rusia postsoviética, los habitantes no pudieron adaptarse rápidamente al libre mercado que les cayó encima después de décadas de estatismo, intervencionismo económico y control político integral. Las mentes se habían habituado al “socialismo real”, dominante por setenta años. Durante cerca de una década, Rusia vivió una prolongada crisis que no solo fue económica y social. Era, sobre todo, cultural y de sentido. Y se tradujo en un aumento exponencial de los suicidios, de la delincuencia y del alcoholismo. Pues no es fácil reponerse a la desestructuración de un mundo.
Es evidente que las mentalidades tardan en adaptarse a nuevos escenarios. Y sin las deducciones son correctas, estaríamos en el umbral de nueva circunstancia, diferente al mundo previo a la COVID-19. La cultura- como sistema de creencias y de hábitos- deberá ir aceptando esa situación que nos viene de golpe. Por un tiempo creeremos que aún estamos en el “viejo mundo”, viviendo aquel “efecto fantasma”. Pero, tarde o temprano, aprenderemos a coexistir en esa nueva circunstancia. Sin embargo, el futuro es abierto, indeterminado.
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