El tema de las identidades culturales o nacionales empezó a ser un asunto tratado desde el pensamiento hacia el final del Siglo de las Luces e inicios del siglo XIX. Sobre todo, cuando el universalismo ilustrado -de talante liberal- empezó a establecerse en instituciones legales y políticas. Pensadores románticos, de evidente carácter conservador, como De Maistre, Müller, Herder o Fichte, cuestionaron la existencia de la “cosmopolis ilustrada”, afirmando su imposibilidad práctica. También la consideraron peligrosa porque su expansión podría propiciar la desaparición a las comunidades nacionales. De Maistre, en su radicalismo meditado, cuestionó la existencia del “ser humano” como una categoría universal, afirmando que solo existían los naturales de cada patria. “Yo nunca me he encontrado con el ser humano” – escribió en Consideraciones sobre Francia. Y prosiguió: “He visto franceses, italianos, rusos e, incluso, a persas. Pero al ser humano, nunca”. Esta crítica conservadora tenía como motivación fundamental arremeter contra la universalidad de los derechos humanos ideados por la ilustración liberal, pues iban a colaborar con la destrucción del orden social estamental y la política monárquica.
Pero la universalización no provino solo de los aspectos más ideológicos de la ilustración. La creciente internacionalización de la producción y del consumo, potenciada por el capitalismo en sus diversas fases, sobre todo en los siglos XIX y XX, generalizó la percepción de que las identidades locales estaban seriamente amenazadas. Y, a medida que el sistema global fue cada vez más interdependiente y homogeneizador, se fueron potenciando las identidades locales, al extremo que se convirtieron en frentes de “resistencia cultural” ante la “cosmopolis liberal”.
Así, en un lapso relativamente breve de tiempo, las comunidades identitarias se fueron multiplicando a un ritmo asombroso. En primer lugar, evidenciando su derecho a la existencia, luego, reclamando espacios de legitimación y acción. Esta situación social “multicultural” obligó a crear condiciones para una “ética intercultural” (aún muy en ciernes) que responda al desafío de la convivencia en un mundo de infinitas colectividades.
Más allá de la desiderata intercultural, estamos asistiendo a un estallido conflictivo de las identidades culturales, de género y de religiones, que se unen a los “viejos” conflictos sociales y políticos. Sin duda, es evidente que cada individuo se puede asumir como parte de una colectividad específica y defender su pertenencia a una asociación común de intereses. Pero la afirmación extrema de esas identidades, desconociendo el marco común republicano, nos puede llevar a la desaparición de los espacios de relación política.
La afirmación conflictuada y descontrolada de “los cultos religiosos originarios” y de la “religión revelada de un libro”, son el síntoma de un problema mayor que se ha ido gestando a la vista y paciencia de nuestra ensimismada estructura política republicana. Sin embargo, hay algunos que ganan mucho con esta “miseria del Identitarismo”. Saben que, exacerbando las identidades de todo tipo, se desestabilizan los estados nacionales y, la larga, ponen en riesgo la continuidad de las repúblicas. Siempre hay alguien que gana desatando los odios.
Si los conflictos sociales y políticos suelen ser muy complicados, los conflictos identitarios son casi irresolubles. Su exacerbación apela a los aspectos más atávicos de nuestra condición: la etnia, la religión, la sexualidad, entre otros. Cuando dos religiones, dos etnias, “afilan sus dientes”, la dimensión crítica de la ciudadanía se oculta peligrosamente. Por ello, es necesario conocer bajo qué condiciones la identidad se transforma en ideología y darnos cuenta quién gana desatando nuestras fuerzas más primarias.
Comparte esta noticia