Lo que define el territorio de la ética es la proyección natural que posee el ser humano para realizarse con sus congéneres. “Animal racional y codependiente”, como nos definió Aristóteles y nos los hace recordar- más de veinte siglos después - Alasdair MacIntyre. Esto implica, en términos prácticos, utilizar la inteligencia para favorecer nuestras vidas y hacerlas más gratificantes, plenas y realizadas.
La exhortación aristotélica no es descabellada. Más bien, es obvia. Se trata de aplicar lo que natura nos dio: la razón para mejorar la convivencia humana, tanto en el ámbito de las vinculaciones personales inmediatas como en las relaciones comunitarias y sociales.
Pero este natural “animal político”, tenía su contrario antinatural: el “idiota”. Aquel que se desligaría de las preocupaciones y asuntos comunes, quedando encerrado en sí mismo. Para un pensador como Aristóteles, tal “aislado” sería imposible de concebirlo en términos humanos pues sería una “bestia o un dios”.
Una de las ventajas que trae el cultivo de las humanidades, es poder reactualizar el significado de los términos y añadirles nuevos sentidos. Así, el griego vocablo “idiota” puede ampliarse a “ensimismamiento”. Es decir, que, a pesar de tener contacto físico con un medio social, se opta por un lenguaje y perspectiva autorrefencial ¿Qué es eso? Creer que el pequeño mundo en cual nos formamos y vivimos es “todo el mundo” y que no hay más mundo que el que nuestro lenguaje y pensamiento asumen.
Los niños pequeños tienden al ensimismamiento y suelen utilizar el lenguaje en un modo bastante autorreferencial. Por ello suelen ser egocéntricos y consideran que todo debe girarles alrededor. Afortunadamente, algunos eventos nos enseñan a descubrir que el mundo es “ancho y ajeno” y que somos, en realidad, uno más en la vasta diversidad de lo humano.
Pero lo que más enseña la superación del ensimismamiento, es el descubrimiento paulatino del “sentido de realidad”. Gracias a este, tratamos de tener una perspectiva que tiende a superar el subjetivismo extremo y nos permite darnos cuenta de que hay un mundo que actúa y funciona más allá de nuestras creencias, voluntad y deseo. Aprendemos a darnos cuenta de que tenemos una incidencia reducida en muchos ámbitos y que, por esa razón, estamos obligados a dialogar y a negociar con las otras personas o grupos.
Una de las condiciones básicas para el ejercicio público de la política, es tener un “sentido de realidad” mucho más consolidado que el resto de los ciudadanos. Pues se trata de poseer la inteligencia suficiente para darse cuenta de la complejidad del mundo social, donde las acciones humanas tienen indeterminadas consecuencias.
Cuando se actúa sin tener en cuenta el sentido de realidad, las decisiones suelen tener resultados desastrosos o tan aleatorios que no conducen a ninguna parte. Por ello, cuando no se supera el “ensimismamiento”, la negación de la realidad puede ser mortal. Tan mortal como la “idiotez” de la que hablaban los griegos, pero en este caso más cercana a las bestias.
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