Lo que ocurrió en Alemania en 1933 es el ejemplo emblemático del salto al vacío colectivo. En medio de una enorme crisis económica, social, política y cultural, una porción de la cultísima nación germánica llevó al poder al nazismo; creyendo que esa opción iba garantizar la paz y la prosperidad. En los años siguientes, anteriores a la Segunda Guerra Mundial, el partido en el poder (nazismo) logró estabilizar la economía y redujo notablemente la conflictividad social, pero al costo de instaurar un régimen de terror y de persecución contra toda oposición. El corolario de aquel proceso fue una experiencia de devastación que pocas veces hemos conocido en la historia.
Desde ese momento quedó claro que las crisis integrales, que pueden padecer determinadas sociedades, generan condiciones para el desarrollo y consolidación de movimientos políticos extremistas, de retórica virulenta, de perfil autoritario y, que, eventualmente, pueden devenir en totalitarismos. De ahí que, en las narrativas de los extremismos, abunden las alusiones directas a destruir y a exterminar al supuesto enemigo, al que se le responsabiliza de los desastres sufridos. Este “chivo expiatorio” puede ser un grupo político, un grupo étnico, una clase social, un grupo religioso; cualquier sector al que se le adjudica la culpabilidad del sufrimiento de una mayoría.
En el discurso de los extremismos, se explotan los prejuicios sociales, se exacerban las frustraciones de determinados grupos, se amplifican las perspectivas reduccionistas, se alienta el lenguaje confrontacional y se asume- bajo una retórica casi religiosa-, el encontrase en una “guerra político-cultural”, que hay que ganar de cualquier modo, con todos los recursos disponibles. El extremismo político fomenta el odio, y hace del odio la razón de ser que impulsa el comportamiento de sus partidarios.
La política que surge de la desesperanza es, probablemente, uno de los mayores riesgos que corren las democracias al momento de no poder garantizar las condiciones básicas para el bien común. Este desengaño causado por las ineficiencias del estado y por el manejo poco responsable de la economía, son las que profundizan las brechas sociales y el considerable aumento de la pobreza. A estos males se suma el flagelo global de la corrupción que, según las naciones, erosiona el tejido social de la confianza.
Muchos de los países de América Latina estamos bajo el riesgo de que la desesperanza gane espacios en vastos grupos sociales, creando las condiciones para que se desarrollen y consoliden discursos extremistas, ya sean de ultraderecha o de ultraizquierda. Los mismos que plantean soluciones simples para problemas complejos, que niegan la pluralidad de visiones sociales, políticas y culturales, y que manifiestan una visión reduccionista del mundo y sus procesos. Discursos políticos que, al negar la complejidad de la realidad social, ofrecen alternativas rudimentarias y acríticas para enfrentar los retos que implica la convivencia plural, en medio de grandes cambios culturales a nivel de civilización.
En la desesperanza social se erige el demagogo grandilocuente, el que utiliza los sentimientos más básicos de la masa para alentar sus intereses particulares; el que busca un chivo expiatorio que canalice las frustraciones colectivas, desde un lenguaje de odio virulento. Lo más peligroso de este populismo demagógico es que, a la larga, despierta poderosas fuerzas irracionales que luego son muy difíciles de conjurar. Esperemos que uno de nuestros vecinos sudamericanos, no quede expuesto a la vorágine de la polarizante destrucción.
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